El país de Donald

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Fue uno de los momentos más extraordinarios en la historia de Estados Unidos. Nadie sabe las consecuencias que tendrá. Donald Trump quedó más cerca de la Casa Blanca y de la cárcel también. Lo inimaginable hasta hace poco tiempo se volvió concebible.

A los minutos de convertirse en el primer expresidente en ser condenado por un delito penal, Trump se llamó a sí mismo “preso político” y pidió fondos para la campaña. El sitio web colapsó. Recaudó en un día casi tanto como lo recibido en todo el mes anterior.

Después de un juicio de seis semanas un jurado de Nueva York, compuesto por cinco mujeres y siete hombres, deliberó durante nueve horas y media y encontró a Trump culpable de 34 delitos. El caso en sí es enrevesado, pero el más flojo de los cuatro que enfrenta. Hubo comparaciones con la acusación a Al Capone por evadir impuestos.

En criollo, armó un plan para influir ilegalmente en las elecciones de 2016 a través de pagos para comprar el silencio de una actriz porno que dijo que había te-nido relaciones sexuales con Trump. Fue declarado culpable de falsificar registros comerciales para reembolsar a su abogado, Michael Cohen, un pago de US$ 130.000.

Ese tipo de falsificación, el delito más bajo en el ordenamiento jurídico neoyorquino, tiene una pena de hasta cuatro años en la cárcel. Existe alguna ínfima posibilidad de que Trump pase algún tiempo en la cárcel, pero es improbable dada su edad (77), la ausencia de antecedentes penales y el tipo de delito. De suceder, no ocurriría antes de las elecciones del 5 de noviembre.

Basta con tener una condena por un delito para que aparezca en cualquier verificación de antecedentes al postularse a un puesto. Trump podría acceder al principal trabajo del país. La condena no impide a Trump continuar su campaña o convertirse en presidente. Puede votar por sí mismo, pero no podrá indultarse si gana las elecciones porque los presidentes pueden conceder indultos a quienes hayan cometido delitos federales. Este caso es un asunto estatal.

En poco más de un mes, el 11 de julio, se conocerá la sentencia. Cuatro días después los líderes del Partido Republicano van a formalizar su candidatura en la Convención Nacional Republicana. Es difícil imaginarlo preso. Era difícil imaginarlo presidente. Era difícil imaginarlo con chances de volver a la Casa Blanca. Ya no es tan complejo pensar que, aun condenado, puede ganar una vez más. Es un territorio sin precedentes en lo legal y en lo político.

Para cualquier otro candidato en cualquier otro momento, una condena habría significado el final de su carrera. Pero, de una manera u otra, atravesamos una era en la que un delincuente condenado por la Justicia puede liderar el principal país del mundo. No en vano, llegó a decir que podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida y no perdería votos.

Trump enfrenta 54 cargos más por delitos graves en otros tres casos. Está acusado de interferir en las elecciones en el estado de Georgia, de maniobrar para revertir el resultado de las elecciones y de llevarse documentos clasificados. Algunos de los delitos: conspiración para defraudar a Estados Unidos, obstrucción a la Justicia y violación de la Ley de Espionaje.

El hombre que se negó a aceptar que perdió en 2020, el único presidente en ser sometido dos veces a juicio político (la primera por intentar extorsionar al presidente de Ucrania y la segunda por “incitación a la insurrección”), es ahora el primer expresidente en ser condenado por un delito. Uno de sus hijos dijo que Estados Unidos se había convertido en un shit-hole tercermundista. Trump afirmó que el juicio estaba arreglado y que el veredicto lo iba a dar la gente el 5 de noviembre. En esto último tiene razón. Ahora el pueblo, en realidad algo más de la mitad de los habilitados que son los que efectivamente se toman la molestia de votar, tendrá que decidir qué tanto le importa lo que dice la Justicia sobre alguien que busca la Presidencia.

En un Estados Unidos dividido, polarizado, hastiado políticamente, la primera impresión es que el daño será menor. En una elección reñida, sin embargo, hasta los movimientos más imperceptibles pueden pesar. Basta que algunos miles de votantes en Wisconsin, Arizona o Nevada se queden en sus casas. Para ganar las elecciones es necesario convencer a un grupo de indecisos en seis estados claves. Votantes más preocupados por el precio de la nafta que por los vaivenes políticos. Y mucho menos interesados por lo decidido en un juzgado de Nueva York.

El resto son votantes que tienen visiones tan divergentes que parecen vivir en países diferentes. Casi dos tercios de los partidarios de Trump quieren deportar a los inmigrantes indocumentados, en comparación con el 11% de los votantes de Biden. El 88% de los seguidores de Biden dice que el aborto debería ser legal en todos o en la mayoría de los casos. El 38% de los de Trump cree lo mismo. Los votantes de Trump (81%) tienen aproximadamente el doble de probabilidades que los de Biden (40%) de considerar que el sistema de justicia penal no es lo suficientemente duro con los delincuentes. Con respecto a esto último, a la luz de los desafíos judiciales de Trump, quizá más de uno cambie su mirada.

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