Ganar una elección da el poder, pero no da la razón. Existe la tendencia a confundir ganar con tener razón, a creer que quien conquista la voluntad popular es el mejor. Pero no es necesariamente así. En absoluto. Quien gana una elección supo interpretar mejor un clima de época, o las incertidumbres y necesidades prioritarias en una sociedad, lo cual no implica que sea verdaderamente la persona más adecuada para gobernar.
Donald Trump acaba de lograr una victoria histórica. Es el primer presidente que regresa al poder tras haber perdido la reelección al concluir su primer mandato. Sobre todo, es el primer líder norteamericano que logra ponerse fuera del alcance de los castigos sociales a la inmoralidad, a la egolatría desmesurada, al desprecio por la democracia norteamericana, a la ausencia absoluta de empatía con las personas vulnerables, a la misoginia violenta, al supremacismo racial y a la admiración a un autócrata ruso y agresivamente anti-occidental, entre otras cosas.
A Trump lo votaron a pesar de todo eso. ¿Eso revela que es la mejor opción para los norteamericanos? No. Lo que revela es que la sociedad norteamericana y buena parte del mundo atraviesan una etapa inquietante y oscura.
Esto no significa que los candidatos clásicos que sobre los que triunfan sean excelentes opciones ni mucho menos. Sólo son menos peligrosas.
En su gobierno, el magnate neoyorquino demostró no ser un estadista visionario ni un genio de la política, sino un outsider de perfil autoritario con deseos de poner fin al histórico sistema político norteamericano, cuyas raíces llegan hasta el siglo 17, cuando a partir de 1630 empezaron a funcionar las asambleas legislativas en las colonias de Nueva Inglaterra.
El país que nació siendo una democracia, tiene a su primer presidente con rasgos anti-democráticos. El primero en cuyo prontuario sobresale haber intentado un fraude sobre la marcha del escrutinio en la elección del 2020 (cuando presionó al l secretario de Estado del gobierno de Georgia, Brad Raffensperger, para que invente los 11.780 votos que le faltaban para quedarse con los electores georgianos). También el primero en intentar un golpe de Estado contra el Poder Legislativo.
Cinco personas murieron en el asalto al Capitolio que azuzó el entonces presidente aquel trágico 6 de enero. Aún así, fue votado masivamente por los conservadores y por muchos millones de norteamericanos sin posicionamiento político.
Gran parte de la clase media que siente llevar décadas perdiendo lentamente su calidad de vida sin que la dirigencia tradicional revierta esa declinación leve pero sostenida, votó a Trump, no por republicano, sino por outsider y anti-sistema. Lo votaron por proponer patear el tablero y romper un sistema político en el que se sienten condenados a perder.
Es muy probable que el cambio que implicará lo que han votado, los empobrezca aún más, mientras acelera la híper-concentración de riquezas en un puñado de ultra-millonarios que obtendrán el derecho a convertir sus empresas en inmensos monopolios situados por encima del Estado. Pero en las democracias del mundo crece la sensación de que la clase dirigente del sistema democrático no revierte la degradación de la calidad de vida de las mayorías, ni tiene respuestas para las incertidumbres cada vez más oscuras que plantea el futuro cercano.
El asenso de los extremismos y los liderazgos patológicos son síntomas de las desesperaciones que produce este tramo de la historia de la humanidad.
Buena parte de la población mundial prefiere al gobernante que les dice que el calentamiento global no existe, que es un invento del “marxismo cultural” y que se debe seguir viviendo y produciendo como hasta ahora, en lugar de aquellos liderazgos que proponen duras transformaciones para luchar contra la destrucción de la biósfera sin siquiera dar certezas de que esa lucha logre su cometido salvador.
Las utopías progresivas y regresivas son más tranquilizadoras que el realismo y la conciencia de las amenazas que se ciernen sobre la especie humana.
Ya no volverá la Norteamérica de las grandes fábricas repletas de obreros bien pagados en los suburbios, y en el down town rascacielos colmados de oficinistas. Pero Trump despierta esa ilusión en millones de “workers” que ya no gozan de aquella seguridad laboral.
Liderazgos como el de Trump tocan lo emocional; despiertan esperanzas. Y en tiempos de miedos e incertidumbres, a las cartas ganadoras no la tiene la racionalidad consiente que cimienta la democracia, sino los ilusionistas, los prestidigitadores de emociones.