Nuestro pequeño país ha gozado -con vaivenes, cierto, pero casi siempre- de un considerable prestigio internacional. Prestigio y respeto. Esa condición tuvo un reverdecimiento en los recientes y aciagos tiempos de la epidemia del Covid. Uruguay volvió a ser reconocido y elogiado en la prensa internacional por su manejo de dicha crisis sanitaria. Pero, después de todo, ese es un reconocimiento meramente circunstancial en la medida en que es esperable que esa epidemia mundial no vuelva, que haya sido un episodio terrible pero pasajero.
Menos pasajero y más de fondo ha habido nuevos motivos de elogios internacionales para nuestro país. En lo que va del período de gobierno de Lacalle Pou se ha redoblado el elogio al Uruguay a causa de algo más permanente. El Uruguay ha vuelto a ser destacado en la prensa internacional como democracia ejemplar en el mundo y como excepcional en la región. Se ha destacado su seriedad institucional y el respeto básico en el trámite de su vida política.
Si prestamos atención veremos que estos elogios nacieron en ciertos episodios puntuales, los cuales son expresamente aludidos. El más reciente fue la invitación de nuestro Presidente y el viaje conjunto a la toma de posesión de Lula en compañía oficial de Mujica y Sanguinetti. Un gesto de ese tenor no pasa desapercibido en ninguna parte del mundo. Y el episodio se constituye en un símbolo de unidad nacional a la vez que, en sí mismo, tiene efecto tangible para producir políticamente un tipo de país. En ese orden simbólico-eficiente hubo otros gestos: la renuncia conjunta al Senado de Sanguinetti y Mujica o que ambos se avinieran a producir un libro a cuatro manos.
Pero conviene seguir analizando esos actos que nos han prestigiado internacionalmente. La figura frentista que participa en dichas acciones, el único que lo hace, es Mujica. A lo que se agrega otra constatación: que los compañeros políticos de Mujica, el resto de la dirigencia frentista, no solo no se suma a los aplausos y al elogio de esos actos simbólicos, sino que ni siquiera los comentan en público: reaccionan como si para ellos no hubieran ocurrido. Es más: para algunos dirigentes frentistas, de segunda línea pero muy activos en el barullo político cotidiano, les resulta imposible incorporar a su discurso y a su actitud política básica esos gestos simbólicos en compañía y colaboración con representantes de los denostados partidos de la burguesía nacional.
Lo que en el mundo se mira con admiración y que muchos uruguayos apreciamos como sustancial de nuestra convivencia política, a ellos les resulta contraproducente. No pueden compartir ese orgullo nacional porque eso no combina con su discurso cotidiano de animosidad y vituperio hacia el gobierno y hacia el rival político.
Lo que al espectador internacional le resulta admirable, lo que enorgullece al uruguayo sin barreras ideológicas, lo que Mujica entendió y ha estado siempre dispuesto a apoyar, resulta insoportable a quienes no han terminado de entender ni la democracia ni lo que es el Uruguay (ni lo que les pasó en las elecciones).