Después de ver el valiente trabajo periodístico acometido por Patricia Martín en Santo y seña (Canal 4), no me quedo ni con el precio del bucito y del reloj del narcotraficante, ni con su sonrisa hipócrita de familiero muchacho de barrio. Lo que más me impresionó fue una frase que dijo al pasar, tan simple como contundente: “El que vende no consume”.
No es la primera vez que se admite algo así. Hace un par de años el hijo renegado del siniestro Pablo Escobar declaró que “nunca probé la cocaína gracias a que mi padre me dijo que ese era un veneno para vender, pero no para consumir”.
Otro momento de antología es cuando la periodista le pregunta cuánta violencia ha ejercido y Marset contesta que fue “en apenas el diez por ciento de los casos”. Uno se queda con las ganas de saber cuánto vale ese índice en vidas: ¿100 asesinados? ¿1.000? Y también conocer si en él incluye la acumulación macabra de crímenes que devienen del narcomenudeo. Repugna ver en el noticiero la cantidad de chiquilines que son ejecutados como animales por deudas en una boca o ajustes de cuentas entre bandas que disputan territorio.
Hoy se habla con razón de la contracara del prohibicionismo, que hace el caldo gordo a estos malandras de cuarta. Es el punto de vista que defiende mi querido amigo Daniel Radío, al mando de la Junta Nacional de Drogas, y que ha sido sostenido por relevantes personalidades como Antonio Escohotado, Mario Vargas Llosa y nuestro expresidente Jorge Batlle.
El argumento es muy válido, pero quienes propugnan la legalización de todas las sustancias admiten que solo puede funcionar sobre la base de un consenso internacional, algo que parece difícil de lograr en un Occidente que aún adhiere mayoritariamente a la política represiva.
De la penosa realidad a un ideal promisorio pero inalcanzable, ¿existe un punto de avance?
Ante el fracaso de perseguir la oferta, lo único viable es educar para abatir la demanda.
Y me atajo desde ya a la crítica de que ese proceso es lento e incierto, un mero saludo a la bandera.
Educar en prevención del consumo no es solamente enviar médicos a los liceos para dar charlas didácticas. Es realizar campañas publicitarias potentes, de alcance multitudinario, tanto a través de medios masivos como del universo digital, trasmitiendo mensajes que promuevan una verdadera modificación actitudinal entre los jóvenes.
La primera vez que esto se hizo así en el país desde la regularización del consumo de marihuana, fue con una campaña intensa y muy bien producida que divulgó la Junta Nacional de Drogas dirigida por Radío. Recuerdo haber visto hasta carteles carreteros que informaban fuerte y claro los perjuicios comprobados de la sustancia, cumpliendo un mandato que estaba en su misma ley de regularización y que durante los gobiernos del FA se había atendido tibiamente: más que advertir sobre riesgos, los mensajes de aquella época se centraban en justificar a la ley como una forma de derrotar al narcotráfico (y vaya si el tiempo desmintió ese ingenuo objetivo).
La excelente campaña de la actual administración, en cambio, apuntó a desalentar el consumo con apelaciones directas. Solo debió haberse prolongado en el tiempo: para eso se necesita una inversión del Estado acorde a la dimensión del problema.
Lo que vale para combatir la naturalización del porro y la caída de su percepción de riesgo, es aún más útil para desestimular la demanda de drogas duras, como la pasta base y la cocaína.
Existe una vasta experiencia internacional acumulada sobre campañas de concientización.
Se han cometido errores garrafales, como poner el foco en el efecto de euforia que producen, con lo cual los mensajes terminaban paradójicamente promoviéndolas. Esto ha ocurrido -y no creo que haya sido casual- sobre todo en el mundo de la música popular, el cine industrial y la tevé. Alcanza con haber escuchado los execrables reguetones que Sebastián Marset eligió para ilustrar su entrevista, puras inmundicias que hacen apología del delito y de la obtención de plata fácil para darse la gran vida.
En el otro extremo, el trabajo de los gobiernos debería consistir en difundir mensajes persuasivos sobre el lado oscuro del consumo, que es su verdadero lado. Mostrar crudamente cómo entrar en la pasta base, en determinados sectores de la sociedad, puede ser terminar con un balazo en la cabeza a los 20 años. O como comprar cocaína, en los más privilegiados, significa abultar los bolsillos de esos mismos criminales.
Hace muchos años vi un spot inglés de una ONG que denunciaba a la industria de los abrigos de piel de animales. En una pasarela, modelos glamorosas exhibían esas prendas ante un público que las ovacionaba. De pronto, al girar ellas con sus tapados, estos expelían chorros de sangre que salpicaban a los espectadores, asqueándolos. (Puede encontrarse en YouTube escribiendo en el buscador “Anti-pieles”).
Eso haría falta mostrar por tevé: cómo las manos del cliente se salpican de sangre de chiquilines inocentes, cada vez que el dealer le vende unos gramos de merca.