Es noticia en estas horas el retrato oficial del presidente Orsi, que habrá de ubicarse en las oficinas de la Administración. Investido por la ciudadanía en las urnas, su persona, su cargo y su imagen merecen respeto. No acompaño, pues, algunas guarangadas que circulan por las redes tomando en solfa un símbolo de gobierno.
Correlativamente, me tomo en serio la explicación del retrato que se colgó en la página web del Poder Ejecutivo.
Allí leo: “En los últimos 40 años de democracia, las imágenes oficiales de los presidentes han construido un relato gráfico de la institucionalidad presidencial. En cada fotografía, ha quedado inmortalizado un personaje público y un proyecto de gestión.”
La mención a las cuatro décadas continuas de libertad es correcta y nos alegra siempre. Pero el silencio sobre lo que en la materia ocurrió entre 1904 -fin de la guerra civil- y 1973 -golpe de Estado- nos invita a hacer memoria.
Nuestra vida constitucional se funda en una distinción tajante entre el Estado y el gobierno: el Estado es lo permanente y el gobierno es lo transitorio.
Nuestro quehacer político desde 1904 al infausto 1973 vivió una dialéctica constante entre el poder presidencial, el Parlamento, partidos y opinión pública.
En esa etapa el Uruguay se distin- guía del resto de América porque no ungía a sus presidentes con la simbolo- gía del Estado. Puesto que en la Constitución el primer mandatario es jefe de gobierno y jefe de Estado, se evitaba la confusión de roles por varias vías: entre ellas, la de colocar en las oficinas públicas el retrato de Artigas, supremo Jefe de los Orientales.
Más aun: el propio órgano presidencial fue limitado en sus funciones y su proyección entre 1919 y 1933 y hasta fue suprimido cuando, por acuerdo político refrendado por la ciudadanía, en 1951 el presidente Andrés Martínez Trueba promovió compartir sus funciones al establecer el colegiado integral, que democráticamente rigió hasta 1967, cuando se restableció el unicato presidencial.
En esa larga etapa, el retrato presidencial era costumbre en nuestro vecindario. Las caras de Perón, Getulio Vargas lucían en las paredes con todo su poder para atraer y repugnar. En el Uruguay, en cambio, no teníamos cara presidencial que simbolizara la institucionalidad. Teníamos, eso sí, instituciones y conciencia institucional, sin necesidad de que se nos la explicara un texto propio de la literatura ilusionante de los vinos, donde nos enteramos de que “El mandatario luce la tradicional banda presidencial, elemento protagónico del retrato, que representa su investidura y la continuidad democrática, acompañado con una vestimenta sobria, en tonos oscuros. La mano sobre el escritorio y su mirada fija transmiten seguridad en su rol. En particular, la mirada atenta simboliza la escucha activa del presidente, abierto al diálogo, como base para la toma de decisiones”.
En cuanto al argumento de que “Los símbolos patrios son elementos de suma relevancia para la construcción de la identidad de un país” y “generan senti-do de pertenencia y unidad en la población”, cabe acotar que una ciudadanía libre no siente pertenencia sino integración al querer vivir colectivo de la nación. Y cabe recordar que los pueblos, igual que las personas, no construyen una identidad desde afuera hacia adentro, sino al revés.
Por eso, más que retratos politizantes esperamos siembra de ideas y sentimientos, que en ellos fincan las pulsiones que necesitamos todos.