Leyendo las declaraciones a El País del designado subsecretario de Salud Pública, Dr. Leonel Briozzo, me entero al fin de lo que soy: alguien que “sigue hablando en términos del siglo XVIII”. Es tremendo. No me mandó al XX por todo aquello de la píldora anticonceptiva y la minifalda, pero que ni siquiera me coloque en el XIX, ya es demasiado.
Me hizo acordar a una que me mandé cuando tenía poco más de 20 años. Los críticos de teatro me habían concedido el honor de compartir una mesa redonda con José Sanchis Sinisterra, uno de los más grandes dramaturgos españoles de todos los tiempos. Con mi típica soberbia juvenil, opiné despectivamente de un espectáculo que había visto, calificándolo de “antiguo”. Y el admirado maestro me replicó con su humildad de siempre: “¿Y quién dijo que por ser antiguo es malo?” Me sentí un reverendo imbécil.
Ahora Briozzo, continuando una línea de pensamiento que ya había iniciado la futura ministra Cristina Lustemberg la semana pasada, está abocado a correr la línea de la ley de salud reproductiva. Proponen ampliar el plazo para abortar de 12 semanas a 20, porque a esa altura se hacen estudios que pueden evidenciar malformaciones del feto.
No voy a incurrir aquí en el debate arcaico, muy siglo XVIII, de cuestionar la ley. Ya lo hice, fracasando con total éxito en aquel referéndum de 2013 donde un magro 8,8% de la ciudadanía (incluido Tabaré Vázquez) intentamos derogarla. Perdí bien y me callo la boca. Asimismo reconozco como válidas algunas razones que impulsaron aquella ley: sería absurdo encarcelar a una persona por tomar la difícil decisión de abortar y más terrible aún dejarla en manos de incapaces o de delincuentes que pongan en riesgo su vida durante el procedimiento.
Hasta ahí, acato y acompaño. Lo que me preocupa es esta tempranísima iniciativa de seguir corriendo la línea de la norma, siempre a favor de la muerte y nunca de la vida. (Perdón, progres, por tirarles con estas palabritas. No soy ni “provida” ni religioso; tal vez solo sea un poco siglo XVIII por aquello del apego a los derechos humanos).
Recuerdo que hace más de una década a un jerarca del MSP se le ocurrió la ingeniosa idea de “discutir la viabilidad de los bebés de bajo peso extremo” (El Observador, 8 de julio de 2012). La periodista Paula Barquet informaba entonces que “a raíz de la noticia de que en 2011 aumentó la mortalidad infantil, y con la certeza de que son los niños que pesan menos de un kilo los que engrosan las cifras, el director de Salud de la Niñez del MSP, Gustavo Giachetto, considera que sería bueno e importante abordar una discusión ética sobre la viabilidad de los microprematuros”. Ese fue otro intento -tengo entendido que frustrado- de correr la línea. A mí me afectó en lo personal porque, en la misma época, mis nietas Izel y Zoe habían nacido pesando 850 gramos cada una, y gracias al tesón y amor infinitos de mi hijo Federico y su esposa Ana, no solo sobrevivieron, sino que hoy son dos adorables mujeres de 16 años.
Otro intento siempre recurrente de correr la línea ha sido respecto a los fetos con síndrome de Down. Hace un tiempo lo puso sobre la mesa la dirigente Mónica Xavier y recibió la respuesta airada de las organizaciones de la sociedad civil que los defienden. Les convendría leer el precioso libro de poemas que publicó mi querida amiga Natalia Lambach, una actriz con síndrome de Down, ganadora del premio Florencio y que protagonizó dos espectáculos sobre la discriminación al diferente: Estigma (una brillante autoficción escrita por su madre, Silvia Prida) y Castigo del cielo (otro gran texto sobre la vida del descubridor del síndrome, donde Natalia personifica graciosamente a Dios).
Me parece notable cómo el supuesto sentido común de los técnicos se inclina siempre por aplastar la vida en lugar de ampararla. Pasa lo mismo con el ya segurísimo proyecto de ley de eutanasia, que confunde muerte digna con descarte del sufriente.
Cuando uno cuestiona estos disvalores vox populi, se liga una lluvia de insultos: ultraderechista, comesantos, machista, conservador, facho, siglo XVIII. Nunca humanista.
Sin embargo, paradójicamente terminan siendo los progres los que desprecian la vida humana priorizando los resultados estadísticos (descarte de microprematuros), la discriminación a la discapacidad (aborto a fetos con malformaciones) y la ética de la vida feliz, cómoda y económicamente productiva por sobre aquella de servicio y amparo a los vulnerables (eutanasia).
Mientras tanto, tienen al menos la precaución de moderar el lenguaje. A la feísima palabra “aborto” la sustituyen por la aséptica sigla IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo). En la futura ley de eutanasia borraron todas las menciones al concepto “suicidio”. No sea cosa que nos demos cuenta de que lo estamos legalizando justo en el país con más autoeliminaciones del continente.
Y bueno, si a la dictadura venezolana ahora la bautizamos “déficit democrático”, ¿qué más se puede esperar?