Le ha costado a nuestro país lidiar con su pasado reciente. Lidiar con la historia de la guerrilla y sus estragos, así como con la historia de la guerra contra esa guerrilla y su derivación en una dictadura militar que arrasó con derechos y libertades.
Esta dificultad se reflejó en la multitudinaria marcha del pasado 20 de mayo, realizada en la fecha que recuerda el día, en 1976, en que Héctor Gutiérrez Ruiz, Zelmar Michelini, Rosario del Carmen Barredo y William Whitelaw, fueron asesinados en Buenos Aires.
Hechos ocurridos hace casi medio siglo se viven con un fervor militante como si hubieran ocurrido ayer. Esto se explica por varias razones. Por un lado, porque sigue sin saberse donde están algunos desaparecidos. Que se los dé por muertos nunca cierra, en la medida que sus restos no aparecen.
La marcha también pide justicia, aunque hoy buena parte de aquellos militares que violaron derechos humanos fueron procesados y los que aún viven, purgan sus penas en prisión. También se pide saber la verdad. O sea, conocer lo ocurrido.
Por último, hay un innegable uso político de estas situaciones que permiten vigorizar el espíritu de la militancia sectorial.
El tema es tan complejo que entreveró a todos los gobiernos desde el retorno de la democracia. La cuestionada ley de Caducidad fue confirmada con el referéndum de 1989. Con la llegada del Frente Amplio al gobierno, y gracias a una aplicación distinta de uno de sus artículos, se juzgó a varios de los responsables pero la ley no fue derogada pese a contar con mayoría parlamentaria para hacerlo. El Frente optó por eludir el bulto y ponerlo una vez más en manos del soberano que por segunda vez confirmó la ley en otro referéndum. Luego, sí, modificó algunos ar-tículos.
Pese a que el Frente dio pasos en ese tema, al poco tiempo quedó entreverado en la misma trama que afectó a los gobiernos anteriores y, con Eleuterio Fernández Huidobro en el Ministerio de Defensa, hubo un manejo peculiar y sigiloso de la realidad militar que a veces lo dejó mal parado. En ese contexto creció el mito de una heroica gesta guerrillera que quiso derrocar una dictadura, cuando en realidad eran tiempos de democracia (complicada en todo caso) y la dictadura se instaló un año y medio después de la derrota de los tupamaros.
Gracias a la investigación de algunos periodistas, el mito se debilitó. No todo era como lo contaban y no por eso el protagonismo de los militares de esa época fue reivindicado (violar derechos humanos nunca tiene justificación), pero sí se relativizó la manera que desde la izquierda se pretendía narrar el período.
Una decisión del gobierno ayudará a conocer más de ese pasado. El jueves 18 se envió al Parlamento un proyecto (presentado por los ministros de Defensa y de Educación y Cultura) por el cual los documentos vinculados al pasado reciente serán de libre acceso al público al crear una sección que los albergará en el Archivo General de la Nación.
Será así posible para historiadores, periodistas y público en general, estudiar de primera mano textos que permitirán entender mejor lo ocurrido.
Lo asombroso es que el Frente Amplio, a través de su presidente Fernando Pereira, ya presentó sus reparos. No llama la atención una traba más, pero sí que sea justo en este tema, cuando su consigna histórica ha sido la de buscar “verdad y justicia”.
Según Pereira, la iniciativa violentaría “la intimidad de la víctimas del terrorismo de estado”. A esas personas, dijo, hay que cuidarlas, no exponerlas.
La reacción de Pereira hace pensar que el insistente reclamo de conocer la verdad se hacía con estridencia, porque se sabía que nunca nadie le prestaría atención. Ahora, cuando alguien sí lo hace, no están tan seguros de que eso era lo que querían.
Toda apertura de documentos referidos a una etapa oscura, desnuda verdades y mentiras, ambas desagradables. El origen de esos documentos implica que haya sesgos deliberados, contados con parcialidad. Por eso, investigarlos exigirá rigor y sagacidad. En definitiva, también la otra historia venía siendo contada con parcialidad.
La apertura dejará a los militares de aquella época aún peor parados, si eso es posible. ¿Pero que teme Pereira que se divulgue? ¿Algo más allá de la intimidad de las víctimas?
Año tras año se pidió a gritos saber la verdad. Ahora, cuando llega el momento de hacerlo, salta esta sorprendente reacción. Pereira intentó explicar lo que quiso decir, pero no fue convincente. Es que si durante toda una vida se pidió saber la verdad, los reparos, por justificados que parezcan, no tienen lugar. Contradicen lo que tanto se reclamó.
Es saludable que el gobierno se muestre abierto ante ese pasado, gracias a la iniciativa del Ministro de Defensa y de una oficialidad que responde a otro tiempo histórico. Contar con nuevos elementos para ir llegando a un mejor conocimiento del pasado, ayuda a la verdad y a ella no hay que temerle.