El escándalo que han desatado las declaraciones de Mavys Álvarez, novia cubana de Maradona cuando este se afincó en la isla para combatir sus adicciones, significó un sacudón mediático que ha crecido de manera exponencial.
El hecho de que Mavys fuera entonces menor de edad, que haya sido inducida por el astro a consumir cocaína y alcohol, que sufriera violencia física y diversos abusos psicológicos como impedir que la chica viera a su madre, exponen sin duda la miseria moral de Diego Maradona. Argumentar, como algunos han hecho, de que todo eso fue producto de que estaba enfermo, es de un cinismo absoluto.
Lo otro que ha saltado a los medios con las denuncias de Mavys ha sido el vínculo con los hechos de Fidel Castro, dictador de Cuba, que apañó los excesos pedófilos de Maradona en la isla y le suministró prebendas y permisos que a los cubanos se les niegan. Hasta le facilitó un vuelo a Buenos Aires para que la chica se operase los senos a pedido de Maradona.
Hay fotos que muestran al comandante con la pareja, lo que prueba la aquiescencia del tirano con ese vínculo que debería horrorizar a las feministas. No sé si la historia absolverá a Fidel de ese perverso celestinaje.
Sin embargo, esa miseria moral de su temporada en Cuba -confirmada a través de otros episodios de su vida anteriores y posteriores- nunca fue impedimento para que el Diego de la Gente fuera venerado como un santo laico, un hacedor de milagros no solo dentro de la cancha, un dios argentino para el mundo y una víctima de sí mismo que ha merecido toda la redención imaginable.
Fuera de los campos de juego -lugar donde su temple y calidad fueron indiscutidos- la trayectoria vital de Maradona ha merecido indulgencia por parte de la gente y del periodismo. Se le ha perdonado todo y lo que ha hecho en detrimento de su salud y la de los demás tuvo siempre el permiso que su talento como jugador ambientó.
Su trayectoria deportiva pareció otorgarle crédito para que en la vida privada -o pública, tratándose de él- pudiera hacer y decir lo que se le antojase, sin que nadie de peso le saliera al cruce para señalarlo como un mal ejemplo. En Argentina no se podía criticar a Maradona a riesgo de enemistarse con el pueblo que siempre le perdonaba todo o, a lo sumo, lo condenaba en voz baja pero dándole una nueva oportunidad.
Su muerte, rodeada de sospechas y posibles culpables por negligencia, generó la caótica jornada de su velatorio, realizado en la Casa Rosada y movilizando en plena pandemia a miles de fanáticos que quisieron despedirlo. La maniobra con el sello kirchnerista, quiso aprovecharse del ídolo hasta después de muerto, reeditando la mística del humilde que llegó y aspirando a esa canonización post mortem que podía equipararlo con Evita. Obviamente, la ocasión sirvió para que la pareja de gobierno, hoy distanciada, compareciera en forma separada ante el féretro como si se tratara del mismísimo general San Martín.
Lo que siguió a ese día de caos y confusión es conocido: las precarias condiciones de la previa internación domiciliaria y las responsabilidades médicas llevadas a juicio, la herencia del ídolo en disputa con especulación sobre la cantidad de hijos biológicos que tuvo, el vuelo de los caranchos mediáticos desmenuzando los últimos días de Maradona con el típico mal gusto farandulero y amarillista que solo busca rating. Un final simbólico y ejemplar en más de un sentido.
Lo que aporta ahora la abusada Mavys Álvarez más de 20 años después de que Maradona llegase a Cuba para desintoxicarse, es devastador para el mito. Sus acusaciones revelan demasiada mugre en el entorno del exfutbolista, pero además confirman que el problema siempre es moral.
Esa es la misma “moralidad” que “laargentina” viene soportando desde hace décadas, en especial en la era del Kirchner-peronismo, con sucesivos escándalos que van desde las acusaciones sobre el testaferro Lázaro Báez, la todavía no aclarada muerte del fiscal Nisman y las varias causas penales que enfrenta la vicepresidenta Cristina Fernández.
A eso se le suman los bolsos tirados por sobre el muro de un convento o los más de cuatro millones y medio de dólares ocultos en dos cajas fuertes de Florencia Kirchner. Los hechos son tantos que no es posible detallarlos en este espacio, pero se resumen en dos palabras: corrupción y vesanía.
Volviendo al principio, la debacle de Maradona, ya finado y sin posibilidades de defenderse, va más allá del malogrado ídolo. Ese desbarranque es una especie de termómetro que marca el grado de extravío de una sociedad y un país que dispensa idolatrías sin atender la dimensión moral de sus ídolos. Pero, además, padece de ceguera voluntaria y selectiva a la hora de ver quienes merecen la tolerancia moral y quienes no. Esa es la verdadera brecha de la que tanto se habla. Por supuesto que hay otra Argentina, la que condena la corrupción y quiere estar de pie. La que aplaudió a Maradona dentro de la cancha y no fuera de ella. La que no tolera más el doble rasero moral que perdona a unos y condena a otros.
La perla de todo este penoso asunto la difundió hace muy poco el periodista Ángel de Brito en su programa televisivo informando que “hay un proyecto para trasladar el cuerpo de Maradona y crear un mausoleo, un monumento público para que la gente pueda ir a dejarle una flor, una camiseta… nada, lo que quiera”. El conductor explicó que “es un proyecto de una empresa que sponsorea todo esto. Va a ser muy costoso si se hace. Sería casi frente a Aeroparque”.
Quién nos dice que dentro de un tiempo ese mausoleo esté erigido y Maradona, ya a salvo de sus adicciones y miserias, disfrute del mármol y las ofrendas de homenaje porque lo único que la gente recordará de él será aquel gol sublime contra los ingleses en el Mundial de 1986. El legítimo, no el que convirtió con la mano y que los fanáticos de la avivada gritaron con más fervor. Esos dos goles también sintetizan el drama de Argentina.