Hay gente que hubiera querido un gobierno caliente. Hirviendo, como los ultras de derecha que juegan a quemar el Estado, con la misma saña que manifestaba Piotr Kropotkin y repetía Buenaventura Durruti, al decir que “la única iglesia que ilumina es la que arde”.
Se quejaron de que la Coalición fue tibia, una crítica que al presidente Lacalle le pareció más bien un elogio: “Me parece una buena oportunidad para desmitificar, de una vez por todas -y es increíble que sigamos hablando de esto- el enfrentamiento entre lo público y lo privado, entre el Estado y el mercado, que está tan de moda. Ahora si optás por el medio sos tibio. Y hasta me está gustando que me digan tibio. Porque yo creo que hoy el coraje está en el centro y no en los extremos. Es fácil ser extremista, lo difícil es defender las uniones. Con todo lo que sea unión y acuerdo yo estoy, si es desunión y desacuerdo, no cuenten conmigo para nada”.
Desde ambos extremos del espectro ideológico se exige alta temperatura.
La ultraizquierda, hoy fielmente representada por el Pit-Cnt, PC, PS y afines, casi embarca al país directo hacia el abismo, con una reforma constitucional tan voluntarista como suicida. Y ya está marcando la cancha al futuro ministro de Economía Gabriel Oddone, para que no se salga de los carriles maximalistas de las bases programáticas del FA. Por si no quedaban dudas, ahora la central sindical repudia el tratado de libre comercio del Mercosur con la Unión Europea, usan- do los mismos argumentos falaces que esgrimen, para chicanear, los agriculto-res franceses a quienes de verdad perjudicaría.
Pero hay una extrema derecha que también pide temperatura elevada. En realidad no deberíamos definirla como tal, porque felizmente en nuestro país nadie anda con estandartes nazis y fascistas por la calle. Pero sí están, cada vez más activos y al impulso de un liberalismo mal entendido y a la moda, los teóricos locales de la destrucción del Estado. Ellos argumentan que la asistencia estatal a los más débiles es injusta, como si la disposición constitucional de que a los compatriotas solo deben diferenciarnos nuestros talentos y virtudes, fuera un hecho y no una expresión de deseo.
Hay un viento en la camiseta trumpista y mileísta que los impulsa a barrer con las políticas sociales: se agarran de los aspectos más ridículos del socialismo en decadencia (el lenguaje inclusivo, la irracionalidad de ciertos grupos identitarios), para banalizar toda política que tienda a equiparar a los uruguayos en el punto de partida. (No les vendría mal leer un poco a los grandes pensadores liberales: desde Adam Smith, ninguno reniega de la participación estatal en garantizar la equidad).
Una alternativa posible a estos simplismos incendiarios, es aquella de quienes, a la inversa, apuestan a congelar todo. Son los que se encogen de hombros diciendo “el país es así, no lo vas a cambiar”. Perpetúan nuestra inveterada incapacidad de realizar reformas estructurales que nos permitan crecer y superarnos. Los mismos que le pidieron al gobierno que no encarara la reforma de la seguridad social por el costo político que podía traer. Los que en las tres administraciones anteriores, tiraron la pelota para adelante antes de enfrentar las iras de sindicatos radicalizados contra cualquier atisbo de reforma educativa.
Congelarse es prolongar el statu quo, sin atacar los intereses de sindicatos regresivos y no representativos, infectados de ignorancia arrogante. O sin combatir las demandas de empresarios prebendarios, engordados por un clientelismo político que gangrena a derechas e izquierdas. Piden un gobierno que ponga al país en el congelador, con sus pequeñas fortalezas y enormes debilidades a cubierto de cualquier cambio.
Por eso es tan importante reivindicar la tibieza con que critican-elogian al presidente.
Este gobierno encaró esas dos importantes reformas. Serán perfectibles, sin duda, pero demuestran que no se dedicó al patinaje artístico sobre aguas congeladas. Se la jugó. Y claro que se quedó corto en muchas cosas, aunque fue por no haber alcanzado mayorías dentro de la interna de la coalición para llegar más lejos.
Esta semana, el gran Leonardo Guzmán, una de las plumas más refinadas y certeras del país, escribió en estas páginas que “la República está pactada de modo que todos quepamos, cada uno con su libertad creadora. Eso sí: sin confundir el alma liberal, que ahora se hace llamar libertaria, pero que, al odiar al Estado e insultar al discrepante, muestra una hilacha tutorial y fanática que la descalifica”.
Desde un ideologismo frívolo, es fácil repartir culpas y responsabilidades. Lo difícil es navegar en las aguas cambiantes del mundo actual con un pragmatismo constructivo, que avance en vez de meramente flotar.
Los hirvientes, que sigan incendiando las simplificadoras y embarradas redes sociales. Los congelados, al freezer.
A mí dame políticos tibios, que aguanten los golpes por derecha y por izquierda, pero sabiendo avanzar hacia el bien común.