Hubo un tiempo en que Uruguay se aferraba a la convicción de que su educación era el gran igualador, el cimiento de una sociedad justa y próspera. Hoy, esa certeza se ha desmoronado como un edificio carcomido por los años, dejando al descubierto grietas imposibles de disimular: la educación ya no iguala, segrega; ya no eleva, condena. Lo que antes fue orgullo nacional, hoy es una vergüenza.
Es cierto que aumentaron sustancialmente los egresados universitarios para superar los 12.000 al año y que la oferta educativa mejoró porque las universidades públicas y privadas diversificaron sus programas, ajustándose a las demandas del mercado. También es cierto que la descentralización avanzó: el 40% de las carreras de grado ya se dictan en el interior del país. Además, los centros universitarios regionales se han vuelto estratégicos para aumentar la inscripción de estudiantes que son la “prime-ra generación” universitaria en sus familias.
Hay progreso, es cierto; pero las ganas de celebrarlo desaparecen cuando se ve la película completa. El reciente Censo de Población muestra que, a pesar de los avances, solo 13% de las personas llegan a obtener un título universitario, un número extremadamente bajo en comparación con países más avanzados en desarrollo.
Optimizar la eficiencia de la Udelar, institución que concentra el 80% de la educación terciaria en Uruguay, es indispensable para que la inversión rinda sus frutos. Esa mejora debe traducirse en objetivos concretos dentro del Presupuesto Nacional, con la mira puesta en resultados tangibles: más egresados y mayores contribuciones científicas, para que sea motor de innovación y competitividad del país.
Un estudio reciente de Ceres muestra que la Udelar podría mejorar sin más presupuesto. Con lo que recibe, podría lograr 950 nuevos graduados y 200 nuevas publicaciones académicas, y, si se implementaran cambios profundos que llevan tiempo podría generar 6.000 graduados y 1.200 publicaciones académicas adicionales por año. Es necesario un debate informado sobre el uso de los recursos públicos destinados a la educación cuando las universidades privadas, mediante becas, atraen a un perfil similar de estudiantes que la Udelar, los gradúan con la mitad de gasto y logran producción científica con más eficiencia.
El financiamiento educativo no debería seguir tan compartimentado como lo ha estado históricamente. Los recursos que Uruguay destina a la educación se deben analizar en su conjunto a lo largo de todo el sistema, con mayor coordinación público-privada y en todas las fases educativas.
Si la educación terciaria es la puerta de acceso a mejores oportunidades, en Uruguay esa puerta es mucho más ancha para unos que para otros: ingresar a la universidad depende poco del talento o el esfuerzo, y mucho del lugar de nacimiento. Entre los jóvenes de 19 a 24 años, el 64% de aquellos provenientes de hogares con mayores ingresos cursan estudios terciarios. En el otro extremo, entre los que nacieron en el 20% más pobre, la cifra se desploma al 13%.
Para entender la desigualdad en el acceso a la educación superior, hay que mirar por el espejo retrovisor. El 85% de quienes terminan secundaria siguen estudiando, pero muchos nunca llegan tan lejos. La baja tasa de graduación universitaria es en gran parte consecuencia de un sistema que expulsa estudiantes durante la educación media. Y la brecha por contexto socioeconómico no solo persiste, se ensancha, perpetuando desigualdades que empiezan mucho antes de la universidad.
Si hay una estadística que revela las desigualdades presentes y futuras en Uruguay, es esta: mientras que ocho de cada diez jóvenes de 18 a 20 años pertenecientes al 20% de los hogares más ricos terminan la educación media superior, solo dos de cada diez de los que viven en el 20% de hogares más pobres lo pueden lograr. El promedio nacional tampoco invita al optimismo: solo el 41% de los jóvenes logra completar este ciclo educativo.
La diferencia según el contexto socioeconómico también se refleja en la educación media básica. Entre los jóvenes de 15 a 17 años, el 73% completa la educación media básica, pero la realidad cambia según el nivel de ingresos del hogar: en el 20% más rico, casi nueve de cada diez logran finalizarla, mientras que en el 20% más pobre, menos de seis de cada diez lo consiguen.
Si bien la ciencia deja claro que los primeros años de vida son claves para el futuro educativo, también ofrece la esperanza de que empezar en desventaja no significa estar sentenciado de por vida. Con programas bien diseñados y, sobre todo, correctamente ejecutados, es posible revertir el abandono, cerrar brechas y ofrecer segundas oportunidades a quienes el sistema deja atrás. En ese sentido existen en el país múltiples proyectos, tanto en el ámbito público como privado, que están enfocados en enfrenar esta situación. Sin embargo, llegan a un porcentaje muy escaso de aquellos adolescentes que realmente necesitan apoyo adicional para poder avanzar.
Hace una década, la educación media en contextos desfavorables ocupaba un lugar central en el debate público. Hoy, el tema parece haber sido relegado al olvido, como si el problema se hubiera resuelto. Pero la realidad es otra: las brechas persisten, y seguimos estando muy lejos de una solución.
La educación, que alguna vez fue el gran igualador social, hace tiempo que se ha convertido en un embudo cada vez más estrecho por el que pasan los que pertenecen a un contexto socioeconómico que los empuja. Unos pocos privilegiados avanzan, mientras la mayoría queda rezagada, sin siquiera una oportunidad real que les permita soñar con un futuro laboral promisorio. La situación es de extrema gravedad: una emergencia que nubla el futuro del país.
El premio Nobel de Economía, Robert Lucas, solía decir que cuando un economista empezaba a estudiar temas asociados al crecimiento y el desarrollo, le resultaba imposible pensar en otra cosa. Frente a la realidad que expongo en estas líneas, me atrevo a extender su reflexión: quien realmente se preocupe por el desarrollo de Uruguay y vea el drama de nuestro sistema educativo, no debería pensar en nada más.