La voluntad de pasterizar las películas de Disney con los ingredientes de la agenda woke parece haber llegado a su fin. La empresa se había embarcado en una cruzada justiciera a favor de la inclusión, incorporando en sus películas situaciones y personajes políticamente correctos, como un mensaje respetuoso a las minorías. Tal vez el caso más emblemático sea el de los extraños enanitos de la remake de Blancanieves, que se estrenará en marzo. Resulta que cuando se anunció esa versión live action del clásico infantil, el actor Peter Dinklage protestó porque se volvería a estigmatizar a los enanos, al contratarlos por su condición de tales. En la vereda de enfrente, un sinnúmero de actores enanos se quejaron de que el privilegiado colega de Game of Thrones les quitara fuentes de trabajo por ese comentario. La solución que encontró la productora fue diseñar a los siete personajes digitalmente y, con eso, los enanos de carne y hueso se quedaron sin laburo. Para colmo, parece que la protagonista Rachel Zegler emitió declaraciones en contra del cuento original, por aquello de que una mujer no necesita de ningún príncipe que la salve.
Fueron tantos los contratiempos que hace unos días la compañía pateó el tablero: su CEO Bob Iger reconoció que el público masivo no adhiere a estas campañas moralizadoras y que, por eso, desde ahora Disney “hará foco exclusivamente en el entretenimiento, alejándose de los debates culturales y políticos”. La decisión se basó específicamente en los fracasos comerciales de las últimas producciones e incluyó la cancelación de un proyecto de Pixar que contaría la historia de un atleta transgénero. Según el ejecutivo, “los padres prefieren abordar ese tipo de temas en sus propios términos”. Chocolate por la noticia. La frase resulta reveladora, porque parece asumir que estas películas tienen una finalidad educativa, con lo que termina paradójicamente confirmando las acusaciones de sus detractores.
Con el mismo talante liberal con que debemos defender y afirmar los derechos de todas las personas, cualquiera sea su raza, género u orientación sexual, tendríamos que precavernos de estos mesías de cuarta que suponen que el arte debe dar cátedra de moral pública. Están por todos lados: las editoriales contratan unos “lectores de sensibilidad” que advierten a los escritores, cual censura solapada, qué partes de sus textos pueden molestar o agraviar a determinados colectivos. Las productoras audiovisuales contratan a “directores de intimidad” que se entrometen en la tarea de los verdaderos directores de las películas para edulcorar las escenas de sexo. Son sutiles grilletes a la libertad creadora, que hacen que aquellas películas maravillosas que veíamos hace años hoy sean impensables. Ahora todo se pasteriza para no ofender la frágil sensibilidad de algunos, como si mostrar un acto de intolerancia en una obra de arte fuera publicitarlo, para que la gente lo imitara en la vida real.
Si hoy estuvieran creando artistas libérrimos como Fellini, Pasolini, Bergman, Ken Russell y los Monty Python, serían colgados en la plaza pública. Películas como “Viridiana” de Buñuel y “Sucios, feos y malos” de Ettore Scola resultarían indignas para estos biempensantes obnubilados por su propia ignorancia.
Lo esperanzador es que la tonta y panfletaria agenda woke ahora tampoco es negocio.
¿Será que se viene una ola puritana de signo opuesto (¡hashtag miedo!) o simplemente que renace la libertad de expresión?