Enfrentar la deserción

La mayor dificultad de nuestra enseñanza no está en lograr que los alumnos ingresen a las aulas, sino en evitar que las abandonen antes de tiempo. Sabemos con certeza dónde está el punto crítico del problema: en el segundo ciclo de la enseñanza media, es decir, en el bachillerato. Un estudio realizado en 2002 mostró que, de cada 100 alumnos que ingresaron al primer año de secundaria en 1996, sólo 20 estaban en condiciones de iniciar el sexto año en 2001. El grueso de esas pérdidas se debía al abandono escolar. El resto era obra del retraso y la repetición. Los datos disponibles muestran que menos de la mitad de los jóvenes que ingresan a educación secundaria consigue terminar el ciclo, cualquiera sea el tiempo que demoren en hacerlo.

Resolver el problema de la deserción es un asunto difícil, porque involucra tanto la calidad como la pertinencia de la educación que estamos impartiendo. Pero, llevando las cosas a lo esencial, los esfuerzos deben orientarse en dos direcciones fundamentales: hay que reducir los incentivos que llevan a los estudiantes a abandonar el sistema educativo, y hay que reducir los costos de reingreso para aquellos que ya han desertado.

Una manera rápida de lograr avances en ambos terrenos consistiría en organizar el bachillerato en semestres, tal como se hace en muchas carreras universitarias: en lugar de tener un único curso que empiece en marzo y termine en noviembre, es posible dictar el mismo programa en dos cursos sucesivos que abarquen la primera y la segunda mitad del año. Todo lo cual puede hacerse sin sacrificar nada en materia de calidad ni de exigencia.

¿Cuáles serían las ventajas de este cambio? En primer lugar, crearía motivos para que muchos estudiantes prefieran continuar estudiando. Un chico que en el mes de mayo empieza a tener dudas sobre su permanencia, sabe que el esfuerzo de seguir asistiendo sólo dará frutos si se prolonga hasta noviembre. Y en ciertas circunstancias eso puede ser mucho tiempo. En cambio, ese mismo chico puede tener razones para seguir adelante si sabe que va a obtener algo concreto en el caso de mantenerse hasta julio. Del mismo modo, un estudiante que abandona en setiembre sabe que, si decide volver a clase, deberá reiniciar los cursos en marzo como si nunca hubiera asistido. Pero si la enseñanza se organiza en semestres, al año siguiente podría retomar en julio y beneficiarse del esfuerzo realizado.

El único riesgo de este escenario es que la semestralización estimule a desertar a quienes no lo hacen en las condiciones actuales. Pero este peligro puede evitarse si se crean mecanismos que premien la continuidad. Por ejemplo, puede establecerse que sólo se exonerarán asignaturas que se cursen en forma anual, o se puede reservar el período de exámenes de diciembre a quienes cursen en esa modalidad.

La semestralización de los cursos de bachillerato no constituye una solución de fondo al problema de la deserción. Atacar las causas profundas requeriría mejorar la calidad de las prestaciones docentes y modificar los programas de estudio, de modo tal que la enseñanza responda a las necesidades reales de los estudiantes.

Pero estas soluciones necesariamente van a requerir tiempo, y la pregunta es qué hacer en favor de los estudiantes que corren el riesgo de desertar a corto plazo. La semestralización puede ser una ayuda en este sentido específico.

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