El presidente argentino Javier Milei fue a Davos. En la confortable sede plutocrática repartió reproches y admoniciones a Occidente entero. Adujo lo mismo que proclamó en la áspera campaña electoral que lo ungió.
Presentó las tesis básicas con poca pasteurización académica. Les mantuvo pleno el aroma, el sabor y el extremismo acusatorio, que le sirvieron para barrer al kirchnerismo y erigirse gobernante. Repitió sus mantras y sus dogmas.
En ese “revival” electoral, terminó con un: “¡Viva la libertad carajo!”. En Davos, igual que en las barricadas, sigue sin enterarse de que la palabreja significa “miembro viril” y que ella figura como “malsonante” en las 11 entradas que el Diccionario le asigna.
Y hubo peor: el orador se permitió elevar a conceptos universales los “ritornelli” de su campaña electoral: combate a “la casta política”, sin diferenciación de signos, condena a cualquier actuación económica del Estado, negación al quehacer político de toda inspiración ética o justiciera. Concluyó invitando “a los demás países de Occidente a que retomemos el camino de la prosperidad”, pero su planteo fue tan dogmático que enfrió el aplauso en Davos y le quitó eco en el mundo.
Pero aquí, en el atalaya uruguayo, no debemos callar. Lo que dijo Milei no debe pasarnos inadvertido ni empatarse con el silencio, puesto que puso en peligro mucho más que ganar o perder una elección. Dijo Milei:
“Con distintos nombres o formas, buena parte de las ofertas políticas aceptadas en la mayoría de los países de Occidente son variantes colectivistas. “Ya sea que se declamen comunistas o socialistas, socialdemócratas, demócrata-cristianos, neokeynesianos, progresistas, populistas, nacionalistas o globalistas, en el fondo no hay diferencias sustantivas: todas sostienen que el Estado debe dirigir todos los aspectos de la vida de los individuos. Todas defienden un modelo contrario al que llevó a la humanidad al progreso más espectacular de su historia.”
Pues bien: es falso que no haya “diferencias sustantivas” entre las corrientes. Solo puede verlas iguales quien profese un ideario tan estrecho que a todo discrepante lo meta en bolsa de enemigos. De ahí a erigir un mito salvador, hay un paso hacia el totalitarismo, que nos enseñó a detectar el maestro Justino Jiménez de Aréchaga.
Desgraciadamente, se ha olvidado que el liberalismo antes que una teoría económica del siglo XVIII, fue un pujo hacia la libertad de conciencia desde el siglo XV, por lo cual nuestro primer deber ciudadano es defender el alma liberal, que respeta y atiende la persona y las razones del otro: precisamente, lo que no hizo Milei en su discurso electoral de Davos.
Anticipándose, ya en 1918, el Uruguay consagró en la Constitución la existencia de un “dominio industrial del Estado” y, al mismo tiempo, respetó la propiedad y la actividad privadas. Con todo lo noble que hicieron todos los partidos desde esa convivencia, nuestro deber es fortalecerla, dialogando con todos, recortando el gasto y racionalizando procesos, pero no abominando del Estado.
Sin nominar a los adversarios como casta maldita ni creernos dueños únicos de verdades reveladas.
Y construyendo acuerdos para el bien del prójimo, desde la libertad creadora del pensamiento y no desde la miopía espectacular de un fanatismo.