Como hacedores de leyes con impacto en los destinos de los habitantes, significa un esfuerzo anímico importante sumergirse en la discusión acerca de las decisiones sobre el final de la vida de un ser humano.
El proyecto de Eutanasia, que es también de Suicidio asistido, no viene a otorgar un permiso legal para que las personas cometan un suicidio, porque este no está penado. El proyecto apunta, en cambio, a proporcionar los auxilios para que un ser humano pueda dar muerte a otro; apunta especialmente a los médicos -en los que la sociedad entera ha depositado su confianza como garantes y cuidadores de nuestra salud- para eximirlos de sanción penal cuando auxilian a alguien a quitarse la vida, o cuando ellos mismos administran una sustancia letal, o le encargan a alguien hacerlo. No obstante, al amparo del Código Penal, la figura de quien asiste el suicidio de alguien que se lo ruega para que ponga fin a su sufrimiento -homicidio piadoso-, ya es causa de no punibilidad (no aplicación de la pena).
Nuestro ordenamiento ya prevé la posibilidad de transitar una muerte digna, de que no se prolongue la vida artificialmente sin que uno lo desee o de negarse a cualquier acto médico no querido, al amparo de la Ley de Voluntad Anticipada y Ley de Pacientes de la Salud. También es posible eliminar absolutamente el sufrimiento mediante la sedación paliativa -que no es eutanasia.
Pero más allá de las consideraciones de rango legal, quisiera analizar las implicancias de esta propuesta desde la perspectiva de los fines primordiales y el ser mismo del Estado.
Este tema interpela las razones primeras y últimas de la existencia de un Estado concebido para organizar de forma pacífica la vida en sociedad, cuyo cometido primordial es garantizar el goce de los derechos fundamentales y libertades de las personas.
Históricamente, las políticas públicas del Estado uruguayo, independientemente del tinte ideológico del gobierno de turno, han adoptado una actitud proactiva en la prevención del suicidio, nunca en su promoción. El proyecto de eutanasia obliga a la sociedad organizada en forma de Estado a abandonar dicha política pública. Propone la promoción del suicidio, no solo el abandono de su prevención.
La ideología que subyace al proyecto concibe al Estado no ya como garante del goce de los derechos preexistentes, inalienables e irrenunciables, sino como un ente despreocupado, prescindente de la salud y vida de sus habitantes, que no solo omite desalentar el suicidio, sino que lo promueve.
El proyecto propone proveer al suicida de los medios necesarios para concretar su objetivo, en lugar de desalentarlo. Eleva esta acción a la categoría de derecho exigible y de prestación asistencial obligada. En ese sentido, se opta por el descarte de aquellos seres humanos que dudan -por motivos emocionales, de salud, de dolor, de angustia- de acudir al suicidio como solución para acabar con dicho sufrimiento, sin evaluar si este es paliable -mediante cuidados paliativos-, si es temporario -fruto de una situación de angustia o depresión que puede pasar-, si es reversible -fruto del hallazgo de una medicación sanadora o que elimine el dolor.
La iniciativa requiere que el Estado abandone su función tutelar de la sociedad y de habitantes, y que dé a algunos por perdidos. Y le pide al Partido Nacional, que asumió la conducción de este gobierno multicolor bajo el principio de “no dar a ningún uruguayo por perdido”, que olvide ese compromiso electoral y humano.
Es de la mayor trascendencia lo que propone el proyecto: dar muerte a una vida humana. A quienes se nos solicita que lo acompañemos, también se nos exige que nos detengamos a analizar la irreversibilidad de la medida. La muerte no deja margen al cambio de parecer. Es un acto jurídico irreversible que reclama la mayor prudencia y ponderación.
La eutanasia y el suicidio asistido incurren en la insoluble contradicción de pretender eliminar el sufrimiento -que puede ser reversible, paliable, pasajero-, matando al paciente -situación irreversible y definitiva, sin marcha atrás.
La finalidad del paciente que pide la eutanasia no es la muerte en sí misma, sino como medio para aliviar su dolor. Si este dolor se puede aliviar de otra forma, desaparece la necesidad de recurrir a la medida más drástica. Hoy la ciencia ha avanzado y proporciona terapias que eliminan el sufrimiento. Por ello, este proyecto es un atraso, ideado para épocas en que no había alternativas efectivas al dolor.
Respecto a quien quiere el suicidio -que puede ser un joven que sufre “condiciones de salud incurables” que considere “insoportable” (no queda descartada la depresión ni enfermedades como la diabetes)- la función del Estado, aún más, su deber, es intentar por todos los medios evitarlo. El proyecto no habilita solo a enfermos terminales; deja abierta la posibilidad a quienes sienten que sufren de forma insoportable, sin descartar el sufrimiento emocional ni enfermedades con las que se puede convivir. ¿Votaríamos una ley que dejara abierta esa posibilidad?
La libertad no puede implicar la eliminación absoluta de la misma libertad, que es lo que ocurre con la muerte.
Eutanasia y suicidio asistido nos hablan: nos comunican que no hay esperanza, que no hay futuro, que para la sociedad ya no valemos, que es mejor no seguir siendo cargas para nuestras familias o sistema de salud, que ya no tenemos derecho a seguir luchando, que debemos contradecir el instinto natural de supervivencia.
El Estado ha sido encargado por el constituyente -por todos nosotros- para ser guardián de la vida, integridad física y salud de los habitantes. Apelar a una solución facilista, de descarte, le haría incurrir en la negación de su razón de ser. El Estado está para promover y proteger la vida y la salud, no la muerte.
Seamos el bastón del ser humano en la vejez o enfermedad, no su sepulturero. No demos a ningún uruguayo por perdido.