Estigmas voluntarios

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No es raro hoy en día ver personas con tatuajes en la cara. Esta ha sido una práctica frecuente históricamente en distintos grupos indígenas, pero también en grupos sociales marginales. Ahora es algo que se ve en gente de a pie en Montevideo y me imagino que en el interior también. Solo puedo especular, pero estimo que tatuarse la cara empezó a popularizarse como imitación a los raperos yanquis, traperos argentinos, jugadores de fútbol, u otras celebridades que provienen de sectores sociales desfavorecidos o marginales. También estimo que esta práctica es catalizada por las redes sociales.

Los tatuajes en la cara todavía no son muy comunes en las clases medias o altas de Uruguay, entendiendo “clase” no solo como algo económico, sino también cultural. El sociólogo francés Pierre Bourdieu usaba el término habitus para describir las maneras de pensar, sentir y actuar que cada persona aprende de su entorno. Aunque hoy en día tatuarse la cara aún no está completamente aceptado (el cuello parece ser el límite), creo que esto cambiará, ya que la cultura tiende a eliminar los estándares y los juicios morales.

Hoy en día, en Occidente, ya no tenemos creencias o valores externos que nos den un propósito claro o que sirvan como guía. Cada vez más, se busca hacer lo que hace sentir bien en lugar de seguir valores comunes. Es el resultado lógico del liberalismo. El sociólogo Philip Rieff define a esta cultura como “cultura terapéutica,” en la que priorizamos nuestro bienestar personal y psicológico sobre las obligaciones comunitarias o morales. Según Rieff, este cambio responde a variaciones históricas de tres tipos de “mundos”: en el primer mundo, las creencias, mitos, y dioses daban sentido al individuo y la sociedad; en el segundo, la religión con sus mandatos divinos justificaba la moralidad y el orden social; y en el tercero, en el que vivimos hoy, ya no hay fundamentos salvo la ciencia; casi todo está permitido y poco se considera importante o sagrado. Esto refleja una sociedad más individualista, materialista, y hedonista.

El resultado, según Rieff, es una “anticultura”, que se define por su oposición a los sistemas y normas culturales establecidos. La anticultura no propone nada salvo el cuestionamiento constante y el desmantelamiento de las creencias tradicionales, dando lugar a “obras de muerte”, es decir, expresiones que se dedican a destruir o deconstruir lo que antes se consideraba valioso.

Tatuarse, y particularmente la cara, creo que es una expresión de esta cultura terapéutica y de la anticultura del tercer mundo en el que vivimos. Si en clases sociales marginales es una forma de identidad y pertenencia, en otras, creo, responde a una creciente despersonalización. Como explica el filósofo inglés Roger Scruton, cuando nos enfrentamos con alguien cara a cara, no estamos sólo frente a una parte física, sino que estamos frente a algo misterioso, que es otra persona. El francés Emmanuel Lévinas describió la cara como la base del encuentro ético con el otro que nos demanda una respuesta moral. Es la materialización de la perspectiva que cada uno es y que trasciende al mundo -aquello que las neurociencias jamás podrán explicar del todo. La cara nos hace ser quienes somos, y es algo distintivamente humano. Los animales no tienen caras como tenemos nosotros, y por eso es que valen como especies pero no estrictamente como individuos.

La cara se altera de muchas maneras, como ser con el maquillaje, que busca acentuar los rasgos particulares resaltando su belleza. Pero también están las cirugías plásticas, que hacen que las personas que se las hacen se parezcan, que tengan una cara abstracta, y en muchos casos el resultado sea que la persona se vea ridícula. Claro que hay matices, pero con las cirugías estéticas las caras quedan como deformes, lo que hace que se pierdan las personas en ellas. Esto es más patético en el caso de los jóvenes que se las hacen sin razón, muchas veces asociado a distrofias causadas por los filtros de las redes sociales. Yendo al extremo, los tatuajes faciales directamente eliminan la trascendencia de la persona, reduciéndola a piel entintada, músculos, nervios, etc. Demuestran una necesidad de detener el dinamismo de la vida, expresado en la cara, para permanecer en un eterno presente. Se olvida que uno va a envejecer. Son estigmas voluntarios producto de la anticultura del tercer mundo, que establece que nada pasado vale la pena ser conservado, a la vez que no existe una narrativa para el futuro.

El sociólogo Erving Goffman utilizó el término “estigma” para describir las marcas o señales corporales que los antiguos griegos usaban para señalar algo negativo sobre el estatus moral de una persona. Estas señales se cortaban o se quemaban en el cuerpo e indicaban que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor. Hoy en día, estos estigmas son voluntarios, y dan lo mismo.

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