El presidente argentino, Javier Milei, tiene algo de rock star. Lo cultiva sin disimulo. Sin ir más lejos la semana pasada cantó en el Luna Park antes y después de una larguísima disertación sobre teoría económica. Naturalmente es por otras actuaciones que el presidente argentino se está haciendo famoso a punto de salir en la tapa de la revista Time.
Acá, en nuestro país, se han dejado oír expresiones de cierta admiración; una admiración confundida, digo yo. Dado que la Argentina queda muy cerca, para lo bueno y para lo malo, conviene encarar esos entusiasmos aludidos.
La fascinación que despierta el presidente argentino oscila entre su estilo personal y sus medidas de gobierno. En Europa lo reciben con aplausos, lo están por condecorar. No alcanzan a entender que Milei solo es posible en la Argentina actual y es inverosímil en cualquier otro lado.
La gestión de Milei no puede ser ejemplo de nada ni para nadie porque su figura, su estilo y sus medidas de gobierno solo se explican y se sostienen por el superlativo grado de corrupción política y engaño hipócrita que se generalizaron en la Argentina.
Solo allí no es internado un gobernante que se dice figura bíblica, inspirado por Jehová a través de su perro clonado, con el cual consulta habitualmente.
Solo -y porque- en la Argentina se ha visto a un funcionario del gobierno anterior revolear bolsas de dólares por encima de la tapia de un convento en el sigilo de la madrugada. En la república hermana hay un nivel de hartazgo tal por esos abusos que puede sostener ese acceso a la Casa Rosada. Fuera de ese contexto no hay ni explicación ni justificación.
Toda la obra pública y toda la asistencia social en la Argentina fueron mediatizadas en gobiernos anteriores y son manejadas por intermediarios sindicales o partidarios (kirchneristas) que no rinden cuentas a nadie y se quedan con la mitad del dinero. Por eso sobrevino un gobierno asentado sobre la furia.
Javier Milei es fruto de la indignación: ese es su soporte, más que cualquier doctrina económica que predique o invocación a la libertad.
Lo importante de su grito característico no es libertad sino carajo. Ese es el rumbo más genuino y más sólido de su gobierno: eliminar del mapa a la casta política, la que instaló el sistema y lo usó en su provecho todos estos años.
La corrupción acumulada (e institucionalizada) es de tal magnitud que solo es posible entrarle a hachazos, a lo bestia.
Y así se está haciendo. De ahí que la división de poderes o los contrapesos para los indispensables equilibrios sean tomados como un lastre que es necesario tirar por la borda para poder cumplir la misión.
Pero ese estilo de gobierno, labrado a hacha como diría el paisano, produce daños colaterales, algunos perfectamente evitables.
No hay por qué insultar a la mujer del premier español ni es bueno para la Argentina arrancar peleándose con Lula y botijear a Petro.
El camino de la Argentina es cosa de los argentinos. No nos metemos. Pero conviene señalar que, cuando nuestro presidente habla de libertad está hablando de otra cosa.