Navidad contracorriente

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FRANCISCO FAIG
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No hay mejor circunstancia que tener que explicar a un niño qué es la Navidad para caer en la cuenta del formidable cambio, lento pero constante, que ha vivido esta fiesta en nuestra sociedad moderna.

A los efectos, las naturales preguntas surgen cuando se constata en el espacio público la mezcla de las muy numerosas balconeras con la escena de un niño recién nacido que señalan “Navidad con Jesús”, con la sucesión de señores obesos de barba blanca y vestidos de color rojo que parecen provenir de un lejano lugar frío y que derrochan la alegría Coca- Cola que los popularizó en Occidente. En el ámbito más privado, compiten los clásicos pesebres que escenifican el momento tan relevante del nacimiento en Belén, con árboles llenos de chirimbolos de colores ligados al contexto polar del señor gordo llamado a repartir regalos.

La explicación puede plantear razonablemente una diferencia entre ese señor de rojo, que casi siempre está promoviendo cosas para ser compradas en distintos lugares, y la hermosa escena de la luz del niño que nace. Sin embargo, el asunto se pone más peliagudo si pretendemos adentrarnos en el fondo mismo de la celebración de la Navidad, ya que no se trata del nacimiento de un niño cualquiera, sino que ese niño, para la fe cristiana más extendida, es también Dios.

Si se quiere evitar narrar la célebre escena en la que San Agustín paseando por la playa se topa con un niño llenando con agua un agujero en la arena convencido de que podrá vaciar allí todo el mar, y que cuando el santo le explicó que eso era imposible el crío le respondió, con gran tino, que más imposible era tratar de entender el misterio de la Santísima Trinidad, igualmente se reconocerá que el asunto de que un hombre sea Dios es bien complejo. Más cuando todo indica que en el Uruguay de hoy, el sentido profundo de todo ese misterio se pierde entre las innumerables góndolas que ofrecen tan variadas mercancías por Navidad.

En concreto, la Navidad de hoy es una fiesta de compras en la que se dan y se reciben regalos sin mucha justificación; en la que participa un señor obeso y de rojo que no para de insistir en todas partes con eso de que hay que ofrecer regalos; y en donde para unos cuantos (aunque no para todos) se verifica la alegría por un niño que nace sin que ello impida, válgame Dios, la orgiástica fiesta del consumo en el que todos sienten que deben participar todo lo que más puedan.

La Navidad es una fiesta de compras y regalos en la que nada muy trascendente se plantea, a no ser que, obviamente, se pertenezca a un relativamente estrecho círculo religioso que sí se toma en serio la transmisión de esa experiencia tan particular. Pero en las grandes masas la transformación ya ocurrió: Navidad se parece a aquellas fiestas saturnales de la antigua Roma, aggiornadas con espíritu muy laico y con una compulsión de compra en la que, definitivamente, la esperanza de superar cualquier angustia existencial reposa en el uso de la tarjeta.

No participo de la idea crítica (y a veces reaccionaria) de que tanto consumismo sea un signo de una crisis de valores sociales y familiares. Simplemente digo que explicar a un niño la Navidad de hoy apelando a dimensiones espirituales es, definitivamente, muy contracorriente.

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