Está pasando con Vox en España y con el surgimiento de Zemmour Francia, pero también puede considerarse que se refleja hoy con Kast en Chile, o que ya ocurrió con Bolsonaro en Brasil y con Trump en Estados Unidos: se trata de una revolución en los liderazgos y los discursos del campo de la derecha.
La interpretación dominante, de sentido común volcado a la izquierda, es sencilla: estamos ante una ola de extrema derecha gigante que arrasa a su paso con la democracia. Con tintes populistas o conservadores, de marca identitaria y hasta xenófoba, todo esto huele a repliegue identitario muy propio de las décadas de 1920 y 1930 en Europa Occidental, por lo que debe ser combatido con fervor militante.
A esa tarea, incluso, se han abocado las principales empresas de redes sociales, como Facebook y Twitter, de forma de censurar propósitos considerados generadores de odio y que son lanzados por estos movimientos y liderazgos extremistas.
Sin embargo, el asunto merece ser analizado dejando a un lado lo políticamente correcto izquierdista y sus lentes simplificadores de la realidad. En primer lugar, todos estos movimientos van consolidando participaciones mayores dentro de lo que se define como el espectro político de derecha, por causa de una profunda desilusión de un amplio electorado que comulga con valores de ese campo, pero que se ha visto mal representado por los partidos más tradicionales que ocupan ese espacio. Son los casos del fiasco de Piñera en Chile, del abandono del gaullismo en Francia, o del desgaste corrupto de Partido Popular en España, por ejemplo.
En segundo lugar, todos estos movimientos surgen como una reacción a estados de situación en los que ciertas izquierdas han sido protagonistas, y que terminaron en excesos que cansaron a la ciudadanía. Son los casos, por ejemplo, de la gigantesca corrupción del partido de los trabajadores en Brasil; de las revueltas de perfil sedicioso a partir de 2019 en Chile; de los disparates de la agenda “woke” promovida en tiempos de Obama en Estados Unidos; o de la tilinguería de la izquierda caviar francesa, ya sea la que gobernó con Hollande o ya sea la que se acomodó en el poder tras Macron.
La interpretación izquierdista dominante se enoja con los resultados electorales que favorecen a esta derecha. Para ella, si el pueblo vota a la izquierda es generoso y progresista, pero si prefiere a una derecha dura y sin complejos se transforma en miserable y reaccionario. La verdad es que en países de elecciones libres y plurales la gente elige según sus intereses y preferencias, y que por tanto puede variar sus opciones en función de las circunstancias: sabido es que a Trump lo votaron las clases populares en Estados Unidos, igual que a Bolsonaro en Brasil; y sabido es también que el actual enorme apoyo a Zemmour se verifica en el pueblo liso y llano, ese que adhiere con convicción al viejo gaullismo francés.
En definitiva, la nueva derecha tiene origen popular. Sus liderazgos y discursos conectan mejor con las amplias bases del voto de derecha que aquellos que por años se rindieron ante el elitismo globalista y que además temieron confrontar con lo políticamente correcto impuesto desde la izquierda. Tengámoslo claro: internacionalmente, hay una revolución en la derecha.