El filósofo político John Rawls introdujo la idea del “velo de la ignorancia” como mecanismo mediante el cual la sociedad podía tomar decisiones presumiblemente justas por desconocer sus circunstancias particulares.
Esa idea de “velo” la podemos aplicar también a otra faceta concreta de nuestra sociedad. El “velo”, la “máscara” que utilizan algunos para ocultar sus sesgos, sus preferencias y, sobre todo, lo cuestionable: su militancia política y partidaria en estrados vedados para ello.
La batalla política, como la de las ideas, como la cultural, lo primero que requiere es conocer a los contendores. Conocer “la cara” del adversario”. Y he aquí el problema. Durante mucho tiempo hemos dejado pasar casi inadvertidamente que desde trincheras supuestamente despartidizadas se hiciera no ya Política -en un sentido primigenio y elevado-, sino pura y dura política partidaria.
El ejemplo paradigmático -no el único, claramente- es la Universidad de la República, la que ha servido no solo como espacio de formación y adoctrinamiento, sino además, de reclutamiento político. Y es así que vemos un día sí y otro también el deambular mediático de expertos que, en su condición “académica”, usan el prestigio de las instituciones y cubren su opinión política interesada con ese manto “sagrado”. Lo hemos naturalizado. Lo hemos permitido.
En los últimos días, nada más y nada menos que el exrector de la Universidad de la República pasó, en cuestión de minutos, de cabeza institucional de un sistema donde no se permite otra acción política que el voto al corazón mismo del gobierno electo. Pero no es algo ni nuevo ni puntual. Son muchos los casos a lo largo del tiempo que van confirmado el estrecho lazo entre algunas instituciones y la militancia partidaria. Sucede que esa militancia político partidaria, que se da con cierto carácter de “clandestinidad”, que algunas veces es sospechada, otras veces conocida, cuando se pone evidencia, representa un verdadero cachetazo al orden jurídico que lo prohíbe.
Me pregunto si acaso no habría que repensar todas las prohibiciones constitucionales, legales y estatutarias que pretenden impedir la partidización a lo largo y ancho de las instituciones. Es que la inobservancia de todas esas normas las hace peligrosamente ineficientes y en algún caso sirve como excusa para ese accionar casi clandestino del proselitismo. Es mil veces preferible el adversario a cara descubierta y no el guarecido en una urdimbre de normas incumplidas.
Nadie pide opiniones despolitizadas, ni siquiera, neutralidad. Tan solo, honestidad. Es mucho más “honesto” el intelectual “orgánico” que abraza su causa y la defiende, pero se expone, da la cara, que todos aquellos que, desde ámbitos institucionales o periodísticos, son operadores flechados pero encubiertos. Muchos que fingen ser “independientes” no son otra cosa que fingidos militantes partidarios, que usan de poncho a las instituciones o profesiones para predicar desde un púlpito al que han desnaturalizado.
Ese accionar no es que resulte desleal con nosotros, sus contrincantes. Resulta de esta forma frente al ciudadano, cuando se le ofrece una equidistancia y una imparcialidad que no es tal. Su representación delegada de las instituciones que personifican, les permite presentarse con la credibilidad del “técnico independiente”. ¿Cómo podrá confiar el ciudadano en esos expertos que recorren los programas de radio y televisión dando opiniones cortantes, si un día son funcionarios de Estado y al otro, funcionarios políticos de un gobierno? ¿Cómo podrá confiar el ciudadano en los periodistas, si ve que algunos de los más prominentes un viernes hacen preguntas incisivas a unos y el lunes son compañeros políticos de otros?
¿Cómo sabrá el ciudadano si un experto da una opinión técnica o se trata de un predicamento al servicio de un sectarismo político? Esa incertidumbre devalúa la confianza y credibilidad en las instituciones. Ese accionar también afecta a los que sí cumplen las normas, a los que sí tienen opinión política y partidaria, pero no la introducen en el debate público. Se hace difícil distinguir a los “orgánicos” de los que no lo son.
Este tiempo, de definición de cargos por parte del nuevo gobierno, ayuda a que conozcamos la identidad de muchos contendores políticos. Bienvenido y bienvenidos. Pero “el develamiento” no debería ser solo consecuencia de la decisión del gobierno electo y sus “nuevos” cuadros. El ciudadano deberá ser protagonista y exigir lo que le corresponde: que sean honestos con él. Que se saquen la máscara que oculta su verdadero rostro.
La batalla cultural, que es la más política de todas, empezará por llamar las cosas por su nombre. Por dejar de lado un “correctismo” político y enfrentar a los falsos técnicos “independientes”, poniéndolos en evidencia.