Hace unos años se puso de moda el término quiet quitting. La renuncia silenciosa implicaba hacer lo mínimo en el trabajo, pero sin irte. Después llegó el loud quitting. La renuncia ruidosa consistía en irte del trabajo criticando públicamente a tu empleador.
Hasta que llegó Pedro Sánchez e inauguró un nuevo modelo. Avisar, con una sonora carta, que te vas por unos días a un páramo de silencio antes de decidir si la duda se convierte en hecho. Quizá el presidente del gobierno español haya sentado un precedente. Estar a cargo de un país y avisar que te pondrás a reflexionar a ver si sigue valiendo la pena esto de mandar a un pueblo.
Qué sentirá una persona que alcanza lo que apenas un puñado conseguirá en un siglo: estar al frente de una nación. Qué sentirá una persona que anuncia que está pensando en dejarlo sin que lo obliguen. En algunos lugares, las decisiones se toman o no se toman. No se puede tener un país en ascuas. Por más insolventes e infundadas que parezcan las acusaciones contra tu esposa, no se puede tener un país en ascuas. El otro precedente que quizá siente, aunque no sé si ya no tiene antecedentes, es cómo se puede llevar a un extremo a un gobernante con una campaña sustentada en tóxicas burbujas mediáticas.
No sé qué le parecerá al resto, pero a mí me huele que eso también es un problema en serio. Y, es probable, tan viejo como la política. De ahí a que la persona que lidera cuente, de manera muy pública, que no sabe si seguir, eso es otra historia. Ningún manual dice que se sale fortalecido de una maniobra así, pero no sería la primera vez que Sánchez los rompe. La política es imprevisible y Sánchez no tiene nada de previsible.
Las decisiones políticas de peso casi nunca implican una sola variable y el poder es una sustancia abrasiva. Entiendo que eso lo saben quienes lo tienen. Así como también saben que una de las características de presidir un país es estar en el lugar donde más te atacan porque hay gente cuyo trabajo (no su hobby, su trabajo) es atacarte.
El año pasado la entonces la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, anunció por sorpresa que iba a dejar su cargo. Dijo haberse quedado sin energía: “Ya no tengo suficiente en el tanque”. Dijo basta, pero al menos lo decidió y luego lo anunció.
Mientras en España por estas horas no están seguros de quién los va a liderar la semana próxima, en Estados Unidos un expresidente, y posible futuro presidente, le pide a la Corte Suprema inmunidad por haber intentado revertir los resultados de las elecciones, y en Argentina…
Bueno, vayamos por partes. El experimento mileísta es fascinante de seguir. Hasta podría funcionar. Él es un personaje singular. Eso es innegable. El otro día, después de que el presidente uruguayo diera el más uruguayo de los discursos, Milei subió al escenario para hacer un show de imitaciones. Puso voces raras, se burló de quienes lo critican, intentó hacer chistes. Fue una experiencia extraña. No fue una semana fácil para él. A su vocero le preguntaron sobre la cantidad de perros que ve el presidente y dejó dos sentencias. La primera, hay que dejar de hablar de determinadas cuestiones. La segunda, es una falta de respeto definir al presidente como una persona que habla con cosas que no existen.
Hay detalles ínfimos, pero no banales. Todo esto pasó después de unas masivas manifestaciones en su contra y en defensa de la universidad pública. El otro día decía alguien (un argentino) en una radio argentina que cuando todo funciona, te achanchás, y que los uruguayos son sumisos, que acá nunca se hubiera hecho una protesta como la de ellos. No sé si somos sumisos o si nuestros problemas no son tan mayúsculos. Lo que sí me da la impresión es que tenemos una inoxidable capacidad para languidecer. Alguna vez escuché que una señal de país estable era no aparecer en la sección internacional del New York Times. País grande, problemas grandes. País chico, problemas chicos.
El interés nacional es una criatura silenciosa que, en todo caso, emite un gruñido cada cinco años. En las urnas. Los que seguimos la campaña corremos dos riesgos: morir de un ataque de tedio o de una sobredosis de ciclovías. A veces uno no sabe si la falta de profundidad se debe a que nuestra típica perspectiva autocomplaciente nos hace tener una mirada penetrante solo sobre nuestro ombligo o si basta con repasar las principales noticias alrededor del mundo para convencernos de que no estamos tan mal. No son posturas excluyentes. Lo anterior son solo conjeturas.
Existen, según Kissinger, dos tipos de líderes políticos. El estadista y el profeta. En raras ocasiones se podría ser ambos. Acá tendremos muchos grises, pero una virtud que podemos señalar, sin tampoco ponernos a hacer gárgaras de falsa humildad, es que preferimos los estadistas a los profetas y tendemos a desconfiar de quienes personalizan la política, de quienes desprecian el Estado de derecho y de quienes dicen representar al pueblo real frente a las élites. Nos gustan los líderes sensatos, no los revolucionarios. Nos quejamos, pero en realidad estamos satisfechos. La política siempre tiene algo de malabarismo, bastantes cuchillos y mucho de gestión. Gestionar expectativas. Gestionar emociones, las propias y las ajenas.