Su vida fue una novela, y así quedó retratada en el libro La niña que veía los trenes partir, escrito hace unos años por Ruperto Long. Charlotte Grünberg era la protagonista, una mujer extraordinaria que murió esta semana, dejando como legado no solo su historia de vida, sino su gran trabajo por la educación, que consideraba el instrumento más importante de superación y progreso que tenemos las personas y las sociedades.
Tuve el privilegio de conversar muchas veces con ella y la suerte de hacerle una extensa entrevista en TV. Recuerdo que cuando coordinamos el reportaje le dije, quiero que me cuente de su vida, y ella me respondió: ¿de cuál de mis vidas quiere que le hable?
Porque Charlotte había nacido en Lieja en 1934 y tuvo una infancia de cuento que abruptamente se cortó a sus 8 años por la invasión de los nazis a Bélgica. Querida y mimada por sus padres, judíos polacos, y por su hermano Raymond, tuvo como niñera a una ferviente católica italiana que le cantaba canzonetas y que le enseñó a armar el árbol de Navidad. En ese hogar donde los padres hablaban polaco entre ellos, e idish y francés con sus hijos, ir a la escuela era una fiesta.
Una tarde, a comienzos de la década de 1940, la familia toda debió huir para no ser detenidos y enviados a un campo de concentración. Se marcharon con una única valija para los cuatro. Llegaron a París y durante casi tres años habitaron un viejo apartamento donde Charlotte y Raymond vivieron ocultos en un ropero. Al finalizar la guerra volvieron a Lieja, donde casi nadie quedaba de la época anterior, habían sido llevados por los nazis a los campos de exterminio.
En 1951, Charlotte y su familia llegaron al Uruguay. Aquí vivían sus abuelos paternos que habían emigrado en la década de 1920. Charlotte tenía 18 años, no hablaba español, y en un baile en el Parque Hotel conoció a José, José Grünberg, por entonces un joven estudiante de medicina que llegaría a ser un reconocido médico y académico. Nunca más se separaron. Recuerdo que le pregunté qué le había gustado de Uruguay y me respondió: “su cielo, casi siempre azul, el mar y la Rambla de Montevideo, la arquitectura de la ciudad y la amabilidad de la gente”. Charlotte y José se casaron poco tiempo después y nació su hijo Jorge que a su vez le daría tres nietos.
Durante muchas décadas, Char- lotte nunca contó su historia, solo hablaba del tema, a veces, con su hermano. Hasta que un día y preocupada por hechos que se registraban en el mundo y temiendo que la historia se repitiera, comenzó a dar testimonio.
Su vida en Uruguay, transcurrió cuidando de su familia y trabajando incansablemente por la educación. Su mayor apuesta profesional fue traer a Uruguay, en 1977, al Instituto ORT y lograr que se convirtiera en una de las universidades más importantes del país. Su compromiso fue también mantener viva la memoria de la Shoá.
Cuando le pregunté cómo había logrado superar el dolor y lo vivido durante la Segunda Guerra Mundial me respondió: “No hay que llenarse de odio, la persona que tiene odio no tiene paz”.
Bastaba hablar unos minutos con ella para darse cuenta que vivía en paz y trabajando por la enseñanza. Que en paz descanse, Charlotte, su recuerdo y su legado perdurarán.