Ilusoria meritocracia

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Con inteligencia y esfuerzo, se puede lograr lo que sea. La fábula se escucha hasta el cansancio de boca de los privilegiados que integramos un sistema que nos tiene como principales beneficiarios. De Trump a Milei, la revuelta contra la elite rompe los manuales. El avance populista, ese alarido que canaliza la acumulación de frustraciones, escenifica la crisis del ideal de la meritocracia. En la amañada lotería de la vida, el sistema por el cual el poder se adjudica en función de los (supuestos) méritos opera como un silencioso engranaje organizador del mundo.

Pasa tan desapercibida que recuerda al discurso de David Foster Wallace donde narraba el encuentro entre dos peces en el que uno le preguntaba al otro sobre cómo estaba el agua y el otro le respondía que qué era el agua. La meritocracia se cuela por cada resquicio.

La mayoría se aferra, o se aferraba, a la noción de que las personas son recompensadas según sus esfuerzos y capacidades. En términos históricos, sin embargo, es reciente la devoción por los frutos de la educación, el trabajo duro y la ambición.

La aristocracia se convirtió en caricatura, el nepotismo es más prudente y el amiguismo más discreto, pero muchas entrevistas de trabajo todavía empiezan con una pregunta que anticipa el desenlace: “¿Cómo está tu familia?”. 

La ética de la noblesse oblige sugería que quien mucho había recibido, mucho debía devolver. La moderación y el servicio público desinteresado constituían valores a seguir.

Del encierro detrás de los muros de los palacios a los muros de los barrios privados, de los trovadores a Tik-Tok, de no juntarse con el vulgo a perderse en las calles del centro de una ciudad, la sempiterna desconexión pasa factura. 

¿Qué tan a menudo tenemos contacto genuino con personas con realidades diferentes a la nuestra? ¿En cuáles espacios públicos nos encontramos? Mientras las elites acentúan su aislamiento, se diluye el sentido de propósito compartido y de moral pública comprometida.

Cuando en el mejor de los casos, tu vida implica un trabajo que te hace crujir el alma de lunes a viernes para esperar al sábado (o peor, al domingo) para hacer las compras, y te repiten que, al final del camino, habrá una recompensa, cómo no beber pociones mágicas. Una existencia precaria fomenta la ruptura con una promesa de futuro y entonces coquetear con el precipicio se vuelve tan racional como arriesgado.

En la carrera meritocrática, a los perdedores se los hace sentir culpables e insuficientes. Los populistas acusan a la elite bien (mal) educada de menospreciarlos y de no entenderlos. Se casan con la demagogia para cazar votos. Tocan una tecla desafinada para quienes pontificamos desde el sillón y que resuena para los descastados que van en ómnibus.

La insolente igualdad de oportunidades no funciona si la mayoría empieza en el subsuelo por el mero hecho de no ser parte de un grupo determinado. Empero, una vez que comenzamos a decir que algunas personas son demasiado ricas, o demasiado privilegiadas, ¿dónde trazamos el límite?

Todo lo que no convenga al poder siempre tendrá mala prensa. Ser más eficientes en el uso de los recursos supone tener el coraje de tocar intereses anquilosados. En Uruguay en el último tiempo se ganaron algunas batallas y se perdieron varias.

Encontrar soluciones al obstinado núcleo de marginados contribuye a la supervivencia de la cohesión y la estabilidad. Apostar a la mesura no implica renunciar al derecho de indignarse y recalibrar la definición de éxito educativo, además de pensar políticas que no acrecienten el peso de lo ajeno al mérito, pueden ser válvulas de descompresión en un país avejentado, despoblado y poco educado.

En una sociedad intoxicada por la ansiedad, todos cargamos con alguna cruz. En la instintiva predilección de querer lo mejor para los suyos, padres y abuelos destinan cada vez más recursos a la educación privada. No solo no tienen que preocuparse por la decadencia de la pública, sino que apalancan una herencia meritocrática que les permite a hijos y nietos asegurarse un lugar en los primeros peldaños de la escalera.

El despilfarro estatal y la mala calidad de los servicios públicos desincentivan su uso y torpedean las chances de sentir que los impuestos tienen un buen destino.

La sacralización de la educación desestima la morbosidad del sistema. La industria educativa nos hace sentir que sin el último máster estaremos condenados al páramo de la ignorancia y nuestros hijos deambularán por la vida presos de una existencia ignominiosa mientras nadan en un mar superpoblado de sobrecalificados. ¿Tanto remar para anestesiarse con un préstamo, pagar el viaje en cuotas y subir la foto a Instagram?

Al hombre lo hipnotizan el mar, el fuego y el celular. Culpamos a las redes de habernos alejado de la profundidad y del papel, cuando en realidad la lectura y la victoria del alfabetismo no nos hicieron tan ilustres, ni colgar títulos en la pared nos volvió tan educados. La gente no quiere leer, dijo Dolina, quiere haber leído. Tampoco quiere entender, quiere ser entendida.

En la actitud elitista de subestimar cuánto en la vida se reduce al privilegio heredado está el tallo del cual brota la hiedra populista. La letra chica del contrato subraya que la esperanza es patrimonio casi exclusivo de los que llegamos al mundo con ventaja. Quizá las nuevas generaciones hayan comprendido algo que siempre supimos, pero que era más cómodo ignorar.

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