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Ironía americana

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Uno de mis momentos preferidos de Donald Trump, uno que debería ser de alguna manera recordado, fue la firma de una orden ejecutiva esta semana que no recibió toda la atención que merecía.

Algo había insinuado hace unos años sobre el tema. Es más. Era una queja de larga data, pero ahora decidió poner manos a la obra y resolverla.

Mientras firmaba la orden en el Salón Oval el miércoles, el presidente de Estados Unidos insistía en que era “ridículo” que necesitara 15 minutos bajo la ducha para que su “hermoso” pelo quedara mojado.

El momento que todo estadounidense esperaba había llegado. Un gobierno que cumplía con la promesa de “Make America’s Showers Great Again”.

Era una forma, enunció la Casa Blanca, de contrarrestar “la guerra de la izquierda contra la presión del agua” porque la nueva “orden libera a los estadounidenses de las regulaciones excesivas que convirtieron un artículo básico del hogar en una pesadilla burocrática.

Los cabezales de ducha ya no serán frágiles ni inútiles”. Y los estadounidenses tendrán más agua por cada minuto que pasen en la ducha.

Durante gobiernos demócratas se introdujeron algunas restricciones para evitar el desperdicio de agua, unos cambios que quedaron sin efecto esta semana porque, de acuerdo a la Casa Blanca, “sirvieron a una agenda ecológica radical que empeoró la vida de los estadounidenses”.

Como si el dilema de la ducha no fuera parece suficiente para graficar el absurdo, podríamos hablar de que, como parte del plan de hacerse con el control de Groenlandia, EE.UU. se plantea darle US$ 10.000 por año a cada isleño.

O podríamos mencionar que al director del Servicio de Inmigración le gustaría implementar un proceso de deportación “como el de Amazon Prime, pero con personas”.

Este menú de excentricidades nos acerca a ese momento en el marco del “Día de la Liberación” en el que Trump le impuso aranceles del 10% a las islas Heard y McDonald, donde solo viven pingüinos y focas. Unas islas que vieron a un humano por última vez hace una década.

Si se tiene en cuenta la fórmula mágica que usaron para determinar los aranceles “recíprocos”, ayuda a entender por qué el propio Trump dijo que la economía estaba rota y que a veces había que “tomar medicina”.

Desconfiemos de los consejos médicos del hombre que durante la pandemia propuso que nos inyectemos desinfectante.

Somos humanos e intentamos racionalizar los actos de los demás. Es una forma de generar orden y tranquilidad. Queremos encontrar una lógica detrás de actitudes irracionales cuando no la hay.

El problema es que para entender a Trump la historia es otra. Ahí tenemos que darle un espacio a que su comprensión de la realidad puede ser inestable. Él tiene, además, ideas fijas e instintos inmutables, y no precisamente los mejores o más sensatos. Esas obsesiones e impulsos tienen la capacidad de reconfigurar parte del mundo que conocíamos.

Otra de las anécdotas sobre Trump es la de su desprecio por la Unión Europea, que viene a cuento de la visita a la Casa Blanca hace unas semanas del primer ministro de Irlanda. Aprovechó los micrófonos para despacharse porque años atrás le habían prohibido desarrollar una cancha de golf en el país y decía que había sido culpa de la Unión Europea. Le dedicó casi tres minutos al tema.

Como sucede a menudo con Trump, a veces es difícil distinguir entre los agravios personales y sus decisiones políticas, pero es desde hace tiempo alguien que cree que la Unión Europea fue creada para perjudicar a Estados Unidos y que Europa es peor que China excepto que es más pequeña.

La hipérbole siempre está en boca de un Trump que lleva cuatro décadas con los aranceles entre ceja y ceja. Dice que es su palabra favorita.

Parece creer, como dijo el otro día, que muchos países llevan décadas “saqueando y violando” a Estados Unidos. “Saqueando y violando”.

Mientras el viernes de la semana anterior ardía Wall Street, él se fue a jugar al golf. Al igual que el resto del fin de semana. No tardaron en aparecer reportes de que había administradores de fondos de inversión que, en voz baja, comentaban que Trump no tenía un plan arancelario, que la Casa Blanca no actuaba de forma racional y que el presidente podía estar loco.

No del todo. Algo lo hizo cambiar de opinión el miércoles. ¿Qué pasó? Un rapto de lucidez. Quizá tuvo algo que ver ese momento nunca esperado de que los bonos del Tesoro griegos empezaron a considerarse menos riesgosos que los estadounidenses. No lo sabremos con seguridad, pero lo concreto es que el presidente cedió.

Ya no habría, al menos por tres meses, aranceles recíprocos, los pingüinos podían estar tranquilos, pero no los chinos, ni el resto del planeta. La última vez que miré estábamos en 145% de aranceles a los productos chinos y 125% a los estadounidenses.

Puede ser que suban, que cambien, que bajen, que vuelvan a subir, que haya una pausa, una tregua y que en el medio firme órdenes ejecutivas sobre las cuestiones más inesperadas mientras aumentan las posibilidades de una recesión, mientras se teme por la inflación, mientras se concreta la sensación de que no se puede confiar en este Estados Unidos.

De verdad, todo puede pasar. Aunque en medio de tanta incertidumbre, algo se ve con nitidez: cada vez que Trump acelera sin rumbo deja patente la ironía que implica el “Make America Great Again”.

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