El modelo neoliberal de Milton Friedman que guió al mundo empresarial desde la década de 1970 no estaba exento de ventajas: las reglas eran claras y los instrumentos de medición cuantificables y claros.
Quien dirigía una empresa sabía qué había que hacer para ser eficaz y eficiente, cumplir con las expectativas de la sociedad y sus accionistas y, además, era fácil rendir cuentas porque se basaba en indicadores bastante objetivos.
Pero la sociedad, incluidos los empresarios, entendieron que las empresas tenían que ir más allá en su rol en la sociedad. Ricardo Calleja, profesor de ética, política y economía del Colegio Mayor de Moncloa, España, refiere al cambio de enfoque respecto al lugar que ocupan las empresas en la sociedad como un cambio de paradigma, donde hay un pasaje del modelo de shareholders (accionistas, en inglés) al modelo de stakeholders (grupos de interés que se ven afectados o tienen relación con la empresa). En este nuevo modelo, la empresa está para servir a los intereses de todos éstos. Se entiende que la empresa tiene una función social y se relaciona con grupos sociales que van mucho más allá de los inversores, clientes, empleados y proveedores: están también involucradas las familias de los empleados, comunidades locales, gobiernos, colectivos sociales, entre tantos otros con los que la empresa de alguna forma se relaciona.
Pero, además, se espera que los tenga que servir. Se entendió que alrededor de la empresa pasan muchas cosas e impacta en muchos ámbitos y se tiene que hacer responsable de ese impacto. El desafío de la empresa moderna es entonces crear valor compartido, generar acciones donde todos ganan.
Este nuevo modelo aportó a un cambio cultural donde pasamos de una visión cortoplacista de los negocios a una visión de creación de valor a largo plazo. Y esto requiere de líderes de empresa con otras habilidades: gestionar diferentes grupos de interés implica reunirse con muchos tipos de personas diferentes, entender diferentes tipos de problemas, hablar diferentes idiomas y tener capacidad de sintetizarlo en acciones concretas de corto plazo. Pero sin olvidar que todo esto tiene que ser compatible con el objetivo anterior, que es maximizar el beneficio del accionista.
Y en estas fronteras borrosas es que está el desafío del nuevo modelo, que no está exento de serias dificultades de implementación, porque conceptualmente no tiene límites claros de responsabilidad. Por ejemplo, es difícil dimensionar el alcance: ¿dónde está el límite? ¿hasta dónde le pedimos a la empresa que genere valor para todos y para cuántos? ¿Hasta dónde les estamos exigiendo responsabilidades que corresponden al gobierno, a las instituciones educativas, o al tercer sector? ¿Cómo priorizamos? ¿Acaso un grupo de interés es más importante que otro? ¿Qué pasa cuando no hay valor compartido y/o a veces son opuestos? ¿Hasta dónde el valor que se genera es real o es una declaración políticamente correcta que en verdad es una estrategia de marketing?
¿Qué pasa si por cumplir con todos los grupos de interés la empresa termina no siendo rentable para los accionistas? ¿Dónde está el equilibrio? ¿Qué es lo que efectivamente podemos y debemos esperar de las empresas?