Iván Illich y la escuela

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PABLO DA SILVEIRA
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En la cabeza de casi todos nosotros, alguien que ataque a la enseñanza pública y proponga su destrucción solo puede ser un oscurantista reaccionario, enemigo de la justicia social y de la igualdad de oportunidades.

Pero quien lo hizo de manera más contundente hace unas décadas fue Iván Illich, un hombre extremadamente inteligente y culto, anarquista militante y amigo de figuras emblemáticas de la izquierda latinoamericana como Paulo Freire. De ahí el efecto perturbador que, para muchos, tienen sus escritos.

Illich sostiene que el sistema escolar público no es un instrumento que la sociedad se haya dado para universalizar los aprendizajes, sino una gran organización burocrática dedicada a perpetuarse a sí misma. Los maestros no son personas dedicadas a generar aprendizajes, sino funcionarios que cumplen ciertos ritos para proteger sus intereses. La prueba es que “las escuelas crean puestos de trabajo para los maestros, independientemente de lo que los alumnos aprendan o no aprendan de ellas”.

Cada mañana, en las sociedades democráticas se pone en marcha una gigantesca coreografía que hace que millones de alumnos y maestros converjan en las aulas. Mientras consume grandes cantidades de dinero, esa maquinaria se legitima con un discurso que habla del saber y de la igualdad. Pero la verdad es que allí solo aprenden los que de todas maneras hubieran aprendido.

En un pasaje famoso de su libro “La sociedad desescolarizada”, Illich dice que confundir la educación con la escuela obligatoria es como confundir la salvación con la Iglesia. Y, parafraseando a Marx, agrega: “la escuela ha llegado a ser la religión del proletariado modernizado, y hace promesas huecas a los pobres de la era tecnológica”.

Para Illich, la escuela es el verdadero opio de los pueblos. Todo el dinero que se vuelque en ella tendrá el efecto de alejarnos de los objetivos para los que se supone que fue creada: “los planes de estudio especiales, las clases separadas o más horas de estudio solo representan más discriminación a un costo más elevado”. El resultado es que “ni en Norteamérica ni en América Latina los pobres logran la igualdad a partir de las escuelas obligatorias. Pero, en ambos lados, la existencia de la escuela desanima al pobre y lo invalida para tomar el control de su propio aprendizaje”. Mientras la gente necesita hacer aprendizajes cruciales para la vida, la escuela solo “vende curriculum” en beneficio de quienes se han especializado en esa tarea.

Iván Illich escribía estas páginas en 1970. Al hacerlo iba a contracorriente del optimismo generalizado que existía en la época acerca del impacto transformador que tendría la enseñanza pública sobre las sociedades latinoamericanas.

Las palabras que usaba eran desmedidas y por momentos insultantes. Su personalidad anárquica y su feroz inconformismo eran más útiles para ganarse enemigos que para conquistar auditorios. Pero, a medio siglo de distancia, parece claro que el optimismo desarrollista de los años setenta no cumplió sus promesas, y que al menos parte de lo que denunciaba Illich ha resultado empecinadamente real, aunque sea bajo la forma de patologías institucionales.

Por eso es bueno que todos quienes nos interesamos en la educación tengamos siempre un oído atento a sus palabras. No siempre tiene razón, pero sus duras advertencias funcionan como una vacuna.

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