La falsificación histórica

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JULIO MARÍA SANGUINETTI
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Como si no hubiera otros temas relevantes en estos días, la Institución Nacional de Derechos Humanos resolvió “adherir” a la “conmemoración del genocidio ocurrido en Salsipuedes el 11 de abril de 1832 y exhortar a la adopción de medidas reparatorias que reconozcan la vulneración histórica de los derechos humanos colectivos de los pueblos indígenas en Uruguay”.

Una institución pública no puede basarse en la falsedad histórica y, mucho menos, en la ignorancia sociológica de lo que significa un genocidio, o sea, el proceso voluntario y sistemático de aniquilación de un determinado grupo nacional, étnico, racial o religioso.

Para empezar digamos que en 1831 el pueblo minuán-charrúa apenas existía como agrupamiento humano, dado su escaso número, su nomadismo y sus constantes agresiones, matanzas, secuestros, incompatibles con la sociedad hispano-criolla que configuraba la población de nuestra recién nacida República e intentaba, al amparo de la ley, configurar una comunidad capaz de sustentarse con el trabajo rural.

Esos grupos charrúas, a diferencia de los mayoritarios guaraníes y otras etnias indígenas, que venían integrándose a la sociedad criolla, no podían convivir con el pueblo oriental que Artigas, en el Reglamento de 1815, trataba de amparar para el “fomento de la campaña de la Banda Oriental y la seguridad de sus hacendados”.

Nadie con sensatez puede hablar de una “nación charrúa” cuando se trataba de cuatro o cinco tolderías que no representaban ninguna tradición cultural y recogían maleantes de todos los orígenes. Quien lea a los autores serios sobre el tema, como Juan F. Salaverry, Eduardo Acosta y Lara, José Joaquín Figueira o, más contemporáneamente, Oscar Padrón Favre, Daniel Vidart, Diego Bracco y el recientemente fallecido Rodolfo González Rissoto, podrá sostener tamaña temeridad.

Esa sociedad criolla, por otra parte, nunca pretendió exterminar a la gente. Lo que sí hicieron todos nuestros gobiernos, los de Rondeau, Lavalleja, Rivera y Oribe, por su orden, fue impedir la agresión constante a la gente de trabajo. Antes de ellos, el propio Artigas tuvo choques con esos grupos charrúas en 1797, 1798, 1804 y 1805, documentados en el “Archivo”. Ese enfrentamiento, por otra parte, venía de muy atrás y era a sangre y fuego con los guaraníes, ya sedentarizados y acristianados en las Misiones, que no podían sujetar a esos nómades a ningún orden.

El enfrentamiento más fuerte ocurrió en el lejano 1702, entre el ejército guaraní, misionero, comandado por los padres jesuitas, en las costas del Yi, donde -según su versión- murieron 500 guerreros charrúas. Bueno es recordar también que esos mismos jesuitas intentaron repetidamente, aunque sin éxito, civilizar a quienes sobrevivieron. Lo mismo procuró Rivera, cuando propuso a Lecor, entonces autoridad brasileña, un plan de reducción de los charrúas tratando de salvar su vidas: el 25 de agosto de 1824, un año antes de nuestra Cruzada, Rivera le contestaba a Lecor, a raíz de un reclamo desesperado de los hacendados de Paysandú, que era muy difícil combatir a ese “pueblo informe, bárbaro y sanguinario pero que tiene los derechos más sagrados a la consideración del hombre” y proponía intimarlos “para que abandonen la vida errante y se dediquen a cultivar los mismos campos que ahora destruyen”.

En el fondo estábamos ante un “choque de civilizaciones” de dos siglos, que no puede reducirse a un enfrentamiento como el de Salsipuedes, en que el ejército nacional, comandado por el propio Presidente de la República, con la aprobación parlamentaria, pretendía mantener la paz en un territorio apenas colonizado. En ese combate, por otra parte, solo murieron entre 20 y 40 guerreros charrúas y hubo 300 prisioneros, que por cierto no fueron exterminados sino enviados a Montevideo, donde también se velaron los soldados gubernistas muertos, como el propio Teniente Obes, hijo del Ministro Don Lucas. Tan poco genocidio ocurrió allí que, meses después, esos mismos charrúas mataron cruelmente a Bernabé Rivera, “hermano” del Presidente y él mismo figura de enorme destaque en nuestras luchas por la independencia.

Es entristecedor que se continúe falsificando la historia del modo como se ha-ce y que eso ocurra desde la autoridad de una institución del Estado, desbordada absurdamente de sus cometidos y lanzada a instalar construcciones ideológicas ajenas a su labor.

Todo este reciente “charruismo” del que hablara Daniel Vidart, lejos de ser una reivindicación humanista, es la expresión reaccionaria de un trasnochado nacionalismo casi racista, que pretende atar al país a la violencia que derraman las civilizaciones en su proceso fundacional y no a los esfuerzos notables de tantos patriotas para consolidar la paz, levantar la ley y darnos una República, asentada en una sociedad hija de la amalgama de los españoles y portugueses colonizadores con los indígenas asentados, la población africana trasplantada, que aún nos nutre con la calidez de su arte, los inmigrantes, gallegos, italianos, catalanes, judíos, libaneses, armenios y valdenses, que han formado nuestra identidad.

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