Hace poco volví de Ottawa, capital de Canadá, en la cual viví seis años mientras estudiaba. Esta ciudad, que no es una gran metrópolis pero que tiene un muy buen nivel de vida a pesar de los inviernos, tiene un problema relativamente nuevo: el de los adictos por todos lados. Este problema es evidente en la vida diaria de muchos países occidentales ricos y progresistas, donde en las ciudades hay grandes campamentos de personas que viven en la calle y es común ver a gente inyectándose o fumando sus pipas a cualquier hora, en cualquier lado. Además, cuentan con servicios y subsidios públicos para que sigan con su estilo de vida. Uruguay, como parte de occidente, no es ajeno a este problema; quizá no en la parte de los subsidios, pero sí en la evidencia de adictos. En el centro de Montevideo es normal ver a personas dándole a la pipa sin ninguna vergüenza a toda hora.
Hablar de adicciones es complicado, porque es un problema multicausal, involucrando lo biológico, social, cultural, económico, etc. Una de las formas en que suele enmarcarse el consumo de drogas (de esas que transforman a la persona en un zombi), es como un “problema de salud” del que la persona no es responsable; como si fuera una alergia.
Y aquí se da algo que expresa una tensión central en una “ciencia” social como la sociología, entre las estructuras sociales y nuestra capacidad de agencia. En esta tensión se juega algo fundamental para el ser humano como es el hacer distinciones producto de nuestra capacidad de juzgar.
Aclaremos un poco los términos. A grandes rasgos, mientras que las estructuras son todos aquellos aspectos sociales que nos constituyen y definen nuestro campo de acción, la agencia es la capacidad de maniobra que los individuos tenemos dentro de estas estructuras; es la libertad de elección y autonomía dentro de los patrones sociales y culturales que nos configuran y de los cuales es difícil, si no imposible, escapar. Estudiar “el hombre en la sociedad y la sociedad en el hombre” es el meollo de la sociología, como dijeron Peter Berger y Thomas Luckmann en “La construcción social de la realidad”, un libro clave de la disciplina, por lo tanto, hay que ver al individuo y las estructuras al mismo tiempo. Pero el hecho es que los “científicos” sociales suelen inclinarse políticamente hacia la izquierda porque acentúan el rol determinante de las estructuras y sus injusticias, y para todo lo que implique la responsabilidad individual, se usa el término “neoliberal” de una forma derogatoria. No hay dudas de que hay injusticias y desigualdades estructurales que son la cristalización del hecho de que las personas somos todas desiguales, y ahí es que tiene que actuar el Estado en su rol ortopédico para que cada uno pueda desarrollarse lo mejor posible. Pero cuando en el análisis se exageran las estructuras, se pierde la capacidad humana fundamental de hacer juicios.
Cuando se anula el juicio, los individuos quedan disueltos en las circunstancias sociales que lo exoneran de toda responsabilidad y se transforman en un objeto de compasión y empatía. Estas son emociones que, como explica Hannah Arendt en su libro “Sobre la revolución”, son antipolíticas. Disuelven el mundo en común y, como en la revolución francesa, terminan por conducir al terror. Cuando el juicio no se practica o se censura, lo que termina por tomar su lugar son la política y las regulaciones. Se delega esta tarea a la abstracción del Estado con sus crecientes burocracias que, como también decía Hannah Arendt, son el “gobierno de nadie”, donde nadie tiene responsabilidad.
Otra forma en la que se anula el juicio, como explica el filósofo político estadounidense Roger Berkowitz, es con la estadística. Con números, la sociología, la economía, o la ciencia política pretenden hacer los acontecimientos sociales y las acciones personales como calculables, predecibles y manipulables a través de la búsqueda de leyes de la sociedad. El reducir lo que somos a una distribución normal termina sacándole la responsabilidad de sus acciones a las personas. Explica Berkowitz que decir que alguien comete un delito porque creció en la pobreza, con madre adicta, tiene un trastorno psicológico o lo que fuere, es cuestionar la asunción misma de responsabilidad personal que subyace al juicio. Lo fundamental, afirma el pensador americano, es que el juicio afirma una verdad en medio de la tolerancia que es parte del liberalismo llevado a su extremo vicioso. El juicio rechaza los valores liberales de relativismo, igualdad y objetividad científica que definen nuestro tiempo. Consiste básicamente en jugársela por algo en detrimento de la corrección política que censura y homogeniza.
El uso de drogas que anulan la personalidad, como se ve en muchas ciudades, tiene causas tanto estructurales como individuales. Estructuralmente, las drogas han adquirido cierto glamour en la cultura popular a través de series y estilos de música que se asocian con un tipo de vida transgresor. A través de la liviandad con que se trata a las nuevas drogas (más allá de las de siempre como el alcohol), se critica órdenes morales objetivos que en nuestra época se ven como perimidos, pero que eran la base para distinguir lo que está bien y lo que está mal, lo decente de lo indecente, lo decoroso de lo indecoroso. El adicto se transforma en una consecuencia de sus circunstancias, en objeto de compasión. En la peligrosa politización absoluta en la que vivimos, el Estado y sus burocracias se transforman en garantes de un orden social donde nada es mejor que nada, ya que no hay estándares para juzgar.
En “La soberanía del bien”, la filósofa Iris Murdoch escribió que la persona común, a menos que esté corrompida por la filosofía (o digo yo, la sociología), sabe que algunas cosas son realmente mejores que otras, que hay cosas que son verdad y otras que son mentira. C.S. Lewis caracterizó muy tempranamente nuestra época relativista como “la abolición del hombre”, que no es otra cosa que la época de las estructuras y la abolición del juicio.