En torno al caso Marset ha quedado en pie una denuncia que no merece pasar inadvertida: el narcotráfico ha instalado un modelo de vida -un nuevo paradigma, como ahora se dice-, que eleva los crímenes al nivel de “hazañas” que encarama en heroísmo a sus protagonistas.
El poderío de que hacen gala los narcos pesados para moverse de un país a otro, la velocidad con que consiguen identidad y pasaporte, la rapidez para escalar en fortuna los presenta como lustrosos ejemplos a remedar, lo cual es especialmente peligroso para la confusión de sentimientos de adolescentes sin valores claros, pobres en formación anímica y espiritual, hoy familiarizados con las drogas como “una alternativa más”.
La denuncia no se presentó en un Juzgado, presencialmente a la vieja usanza. Tampoco se ingresó por los actuales vericuetos informáticos de las Fiscalías, para esperar meses el Turno que haya de asumirla. Surgió como una reflexión, pero tiene el rigor de la notitia criminis comunicada formalmente a la conciencia ciudadana.
La formuló Pablo Romero García, docente de Filosofía y pensador con elevada prédica pública. Sin ambages indicó que permitir a un narco prófugo exhibirse y hablar cómodo desde su escondrijo en horario central de la televisión lo presentó como “el vivo del barrio”, como el protagonista de una vida mucho más deseable -y hasta más romántica- que la del trabajador honrado o el universitario estudioso. El resultado -sintetizó Romero- es que “nadie busca ser Aristóteles o Vaz Ferreira, pero sí quieren ser el Chapo Guzmán”, aun cuando este haya terminado su itinerario preso a perpetuidad.
La simple mención de que esa inversión de valores puede abrir surco en el Uruguay nos estremece. Equivale a una denuncia mayor. Es la alarma del filósofo, que por serlo sabe mirar más allá de los datos numéricos y del falso glamur de diálogos pactados con prófugos. La admiración por el poderío narco es contraria a la escala de valores de nuestra Constitución, basada en los derechos y deberes de la persona humana. Jurídica y moralmente es una admiración contra natura, que amenaza con reproducir la abyección en las nuevas generaciones, hasta límites aun mayores que los que ya nos asedian.
Lo denunciado es gravísimo. Y, sin embargo, es tan solo un capítulo -mayor pero no único- del retroceso hacia el materialismo que hace 70 años combatía Sorokin, de la derrota del pensamiento que señaló Finkielkraut hace 30 años y del actual silencio sobre los temas normativos, sepultados al elevarse a “ciencia” la descripción de lo peor y al perderse la pasión por los principios, disolviendo el concepto mismo del bien. La perversidad del modelo que injerta el narcotráfico encontró humus fértil en relativistas que en vez de la duda creadora, instalaron la pereza mental. En esos planos reclamamos que la educación formal enfrenten juntas la atracción de la infamia, saliendo de la cómoda indiferencia moral que tan impropia es de la nación que despertó Vaz Ferreira, de cuya muerte ayer se cumplieron 65 años.
Le rendimos tributo en la mejor forma: poniendo en valor el alerta gritado por un profesor de Filosofía que, a contramano de resignaciones, se yergue porque siente la responsabilidad de filosofar no para el entorchado de grados y títulos, sino para la calle, para la vida y para el prójimo.