Dos terroristas causaron siete muertes en Tel Aviv, mientras una lluvia de misiles balísticos de inmenso poder destructivo no causó víctimas fatales en Israel, sólo heridas a una niña beduina y la muerte de un palestino en Cisjordania. Semejante desnivel entre las consecuencias del ataque de dos terroristas muñidos de un fusil y un cuchillo, y las del segundo bombardeo directo de Irán al territorio israelí, deja dos conclusiones imprescindibles: Una, el saldo del ataque iraní fue negativo para el régimen de los ayatolas y positivo para el Estado judío. La otra, el factor fundamental para entender lo que suscita este conflicto en el mundo, no está en los ataques, sino en los sistemas defensivos de los bandos enfrentados.
Como ya habíamos señalado en esta columna, si Israel no tuviera la Cúpula de Hierro, sus golpes tácticos y estratégicos contra la teocracia chiita en Irán, contra Hezbolá en el Líbano, contra los hutíes en Yemen y contra Hamás en la Franja de Gaza causarían menos denuncias y repudios en el mundo.
Si los ciudadanos israelíes no fueran avisados por sistemas de alarmas que incluyen llamadas telefónicas a cada uno en un su celular, ni tuvieran refugios antiaéreos al alcance de todos y el dispositivo de misiles antimisiles que intercepta proyectiles enemigos en vuelo, el mundo llevaría años viendo postales desoladoras de edificios destruidos y miles de muertos en las calles de Tel Aviv, Ashkelon, Beersheba, Sderot y demás ciudades de Israel. Tan dantescas como las que dejan los bombardeos israelíes en ciudades palestinas donde los civiles están desprotegidos por la milicia que impera sobre ellos, sin alarmas que les anuncien los ataques, sin refugios antiaéreos y sin defensa antiaérea.
Esa intemperie es la corresponsable, junto con las bombas israelíes, de la tragedia que muestran las postales que indignan al mundo.
Sin todos los sistemas de protección de civiles que tiene Israel, además del formidable “Iron dome”, los misiles balísticos que lanzó el martes primero de octubre y los miles de misiles entregados por Irán y lanzados desde el Líbano, Gaza, Yemen, Irak y Siria, habrían causado inmensas destrucciones y matado a miles de israelíes, plagando el mundo de postales dantescas en las que las víctimas serían judíos.
En el último ataque iraní, muchos proyectiles fueron apuntados a la sede del Mossad, en el populoso suburbio Ramat Hasharon, al norte de Tel Aviv; a Dimona, donde está el Centro de Investigación Nuclear de Néguev, y a las bases aéreas de Nevatim (desde donde se lanzó el ataque contra el consulado iraní en Damasco) y de Khatzirim, ambas en el sur del país. La Cúpula de Hierro parece calibrada para proteger esos puntos estratégicos y todos los centros urbanos (ciudades, aldeas y kibutzim), ahorrando misiles anti-misiles al no dispararlos contra los proyectiles que los radares, al trazar sus trayectorias, describen con rumbo a espacios despoblados.
De no ser por la eficacia de la Cúpula de Hierro, el mundo llevaría años viendo cadáveres y destrucción en Israel.
Los enemigos de Israel nunca lograron asesinar a ningún gobernante ni alto mando militar ni ministro del gabinete ni figura política, científica o intelectual de primer nivel. Si lograran matar, por ejemplo, a Netanyahu, se comprendería que no se generara una ola mundial de repudio a ese crimen.
Las muertes de toda la cúpula de Hezbolá y en especial la de Sayyed Hassan Nasrallah, no debieron ser repudiadas por voces occidentales, como la del presidente colombiano Gustavo Petro.
Eso muestra negligencia política, ignorancia sobre el conflicto y también una pátina de antisemitismo.
Tampoco puede comprenderse que las voces que siempre repudian los bombardeos de Israel y sus consecuencias criminales en Gaza, nunca se levanten para denunciar las andanadas de misiles contra los poblados israelíes.
Si los que odian a Israel no ven edificios destruidos y niños muertos entre cadáveres de civiles, creen que no hubo bombardeo. Eso es culpar a la Cúpula de Hierro.
Y la protección que da el Estado judío a los israelíes no es una culpa, sino un mérito.