La palabra “Merci” fue proyectada en la fachada de Notre Dame de París el sábado pasado, en agradecimiento por su resurgimiento después del incendio que llevó al edificio de 860 años al borde de la destrucción. Considerada por muchos como “la obra del siglo”, fue el resultado del trabajo de artesanos y restauradores durante 5 años y medio, y de 340 mil personas de 150 países y diferentes religiones que aportaron 850 millones de euros en una mezcla de unidad, orgullo, entusiasmo, determinación y confianza para revertir el trauma de ver el monumento histórico hecho cenizas. Notre Dame es espiritualidad, es arte y arquitectura, es historia, identidad y es magia.
Su construcción original comenzó en 1163 bajo el impulso de Maurice de Sully, obispo de París, y se completó en 1345. Símbolo de una nueva era de prosperidad en su tiempo, su estilo gótico con bóvedas que llegan a los 32 mts. de altura, enormes ventanas y vitrales que permiten crear un espacio lleno de luz, buscó ser la morada de Dios en la tierra. En su restauración del siglo XIX, el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc diseñó la emblemática aguja con la escultura del gallo en su punta. Aguja que todo el mundo vio colapsarse en el reciente incendio y que fue replicada en la actualidad.
A lo largo de su historia fue testigo de coronaciones reales y de ejecuciones, del nombramiento de Napoleón el Grande como emperador y de la beatificación de Juana de Arco; alberga importantes reliquias religiosas, como un fragmento de la Cruz y parte de la corona de espinas de Cristo; fue desacralizada y saqueada durante la Revolución Francesa y usada como almacén; y Víctor Hugo la transformó en un personaje vivo en su obra, denominándola “un vasto poema de piedra”. Pocos saben que sus campanas llevan nombres, como Emmanuel -la campana más grande- que suena solo en ocasiones especiales, como en los atentados de 2015 en París o en los Juegos Olímpicos de este año. Todo pasó por ahí.
A la ceremonia de reapertura asistieron centenas de dirigentes y personalidades de todo el mundo, en un acto ceremonial presidido por el arzobispo de París, Laurent Ulrich, que inició con el rito llamando solemnemente en tres ocasiones a las puertas de la catedral, golpeando con su cruz. El templo gótico respondió desde su interior, con un coro entonando el salmo 121 de la Biblia, un canto de alabanza sobre cómo Dios guarda las almas para que no caigan en la red del enemigo.
La reconstrucción de Notre Dame representa un triunfo de la colaboración y la perseverancia humana. “Es la metáfora feliz de lo que debe ser una nación y el mundo”, dijo Macron. Es la revalorización de la herencia cultural, del patrimonio histórico que no es solo piedra y madera. Es también identidad y la memoria colectiva.
Una vez más, la catedral es testigo del espíritu del ser humano, de su fragilidad y de su perseverancia, de su capacidad de reconstruir lo que parecía perdido y de celebrar lo que nos conecta con algo más grande que nosotros mismos.
En una época marcada por divisiones, Notre Dame es mucho más que un destino turístico y una selfie obligada. Es una metáfora poderosa: un símbolo de unidad, de resistencia, de resiliencia, de la importancia de cuidar aquello que nos define y de unirnos por un objetivo superior.