Hay que ver The social dilemma, el documental de Netflix sobre las redes sociales. Y hay que leer el agudo ensayo que Aldo Mazzuchelli publicó en el portal extramurosrevista.org, titulado El gran reseteo ha llegado.
Son dos puntos de vista complementarios sobre lo que me atrevería a definir como uno de los peligros civilizatorios más graves de nuestra época.
Intentando sintetizarlo, apelemos a una de las frases pronunciadas por los entrevistados del documental referido: “cuando disfrutas un servicio en forma gratuita, significa que el producto a monetizar eres tú mismo”.
El usuario de una red social, desde la aparente asepsia de Google y Youtube hasta el catálogo de intimidades en que convierte su perfil de Facebook o Instagram, suele desatender que la información que proporciona a las plataformas lo convierte en el destinatario perfecto de miríadas de mensajes publicitarios.
Toda la información que brindamos a las redes cada vez que las consumimos, se constituye en insumos que estas reciben y organizan para disparar publicidad hacia nosotros con mira telescópica. Dicha información será tan vasta como nuestro nivel de involucramiento e interacción con la red. Su recolección y análisis no los realiza ninguna persona: es obra de los famosos “algoritmos”, procesos de programación que están totalmente automatizados. Esto tiene varias consecuencias y ninguna es positiva.
Por un lado, la masividad de los usuarios, en un mercado que es global, permite que los costos de la publicidad para los anunciantes a través de este sistema sean infinitamente más bajos que los que cobran los medios masivos de comunicación, como la televisión, la radio y la prensa. Y por el otro, su segmentación, o sea la capacidad de llegar al público específicamente interesado en el producto a publicitar, es mucho mayor, debido a la ya referida amplitud de la información que obtiene del cliente. O sea que la consecuencia económica del fenómeno es una crisis creciente de los medios tradicionales (que son locales y generan la información) a contrapelo del crecimiento desmedido de las plataformas (que son globales y se limitan cómoda e impunemente a reproducirla).
Pero hay una consecuencia aún más grave y tiene que ver con la esfera individual de los usuarios, de usted y yo. Porque la principal denuncia que hacen estos ex diseñadores es que los algoritmos se programan con la finalidad de aumentar el número y la frecuencia de nuestros contactos con la red. El motivo es muy simple: a más tiempo conectado, a más clics en posteos, más exposición a la publicidad y, por tanto, mayor potencialidad de captación de anuncios y obtención de ganancias.
“Lo perverso”, dice uno de los entrevistados en The social dilemma, “no es la plataforma en sí, sino el plan de negocios”. Porque cuando la programación algorítmica comprueba que el usuario manifiesta interés por determinado tipo de contenidos, selecciona entre todos los disponibles para hacerle llegar específicamente los que sabe que van a provocarle interés y así generar más clics. Es el famoso engagement (mal traducido como “compromiso”), el cultivo intencionado de una suerte de dependencia adictiva con la red, que hace por ejemplo que se produzca un accidente automovilístico porque el conductor no logra sacar los ojos de Facebook mientras maneja, o un peatón se reviente la cabeza contra una columna porque no puede dejar de mirar su Instagram.
Con el objetivo comercial de acentuar ese engagement, la plataforma selecciona los contenidos que me muestra, en base a mi propia experiencia de uso.
Entonces yo creo que estoy accediendo a distintas fuentes de información, pero no es así: los algoritmos deciden por mí, simplifican el vasto espectro de noticias y cultura al que puedo acceder, en base a mis propios y limitados gustos.
Si soy fanático del fútbol o el rocanrol, esos serán los temas mayoritarios de mi timelime. Si me detengo en noticias sobre el terraplanismo, me lo llenarán de tonterías de ese estilo, generando en mí una percepción ya totalmente distorsionada de la realidad.
Y si en muchas oportunidades me he metido en información de contenido racista o violento, bueno, los algoritmos me darán más y más material de esa temática, para ayudar a convertirme directamente en un antisocial.
Ese es el principal peligro: que un proceso automatizado creado por una red social para obtener rentabilidad, termine metiendo a quien la consume en una espiral simplificadora de impredecibles consecuencias psicológicas, sociales y políticas. Basta con asomarse a Twitter para oler la hediondez de esos discursos radicalizados, que con su viralización alimentan un clima político de divisionismo y exasperación.
La legislación sobre estos temas es espinosa, en tanto puede implicar un ataque a la libertad de expresión.
Pero resulta urgente que los sistemas educativos y culturales de cada país diseñen un contrapeso a este determinismo cognitivo, que forme ciudadanos más cultos , lúcidos y tolerantes.