Desde el atril situado frente al hemiciclo, Javier Milei volvió a mostrarse desafiante. Incluso hablando de lo que habla desde la campaña electoral (la casta, el déficit, la criminalidad del Estado etcétera), el presidente hizo una descripción más prolija y ordenada que sus alocuciones anteriores. Lo que planteaba parecía más cerca de las razones que de las emociones. No obstante, subyacía una continuidad no sólo temática: la imposición de lo que presenta como una misión sagrada, apoyada por “las fuerzas del cielo”.
Por primera vez esbozó algo parecido a una convocatoria al diálogo y la búsqueda de acuerdas. Pero el Pacto de Mayo que propuso consta de diez puntos que no parecen abiertos a discusión. El llamado a los gobernadores es para que suscriban lo que él ya ha decidido.
El tema no es si son o no lógicos y necesarios cada uno de esos diez puntos. El tema es si de verdad se trata de un llamado al diálogo o se trata de otro intento de imposición.
Lo impresionante, el gran capital de Milei, es que pueda dar una imagen de poder arrollador, cuando la realidad es que se trata de un presidente débil por la pequeña representación parlamentaria que tiene el oficialismo.
Si esgrime permanentemente el 56 por ciento de votos que logró en el ballotage, es porque su partido fue ampliamente derrotado en todo el interior del país, sin lograr un solo gobierno provincial y puñaditos de votos para los poderes legislativos.
El contraste entre lo que consiguió él en la segunda vuelta y lo poco que consiguió su partido, es una contradicción reveladora. Los votos lo depositaron en la Casa Rosada y también le marcaron los límites que no debe atravesar.
Ni Milei ni su séquito ni quienes lo defienden acríticamente están leyendo correctamente la significación de esos límites. Los votos coronaron la “anti-casta” en la elección presidencial y coronaron a la “casta” en las elecciones municipales, provinciales y legislativas.
Lo notable es como logra imagen de un inmenso poderío que no tiene. Lo normal en un presidente con escuálida minoría en el Congreso, es que busque el mayor respaldo posible en la oposición, siendo amable y dialoguista con ella. Pero Milei hace todo lo contrario. La maltrata, la denigra y le hace saber que le da lo mismo que lo apoyen o no.
En rigor, no destrata tan violentamente a la oposición izquierdista y kirchnerista que le votan todo en contra. Dedica sus ofensas más duras a la oposición moderada que busca ayudarlo como corresponde que lo haga: cuestionando y rechazando lo que considera controversial, y respaldando lo que considera útil, necesario y razonable.
Hasta la invitación que les hizo a los gobernadores para el Pacto de Mayo fue planteada de manera ofensiva. En realidad, la invitación es a que acepten su propuesta. Lo que verdaderamente anunció es que les da la oportunidad de apoyarlo, aclarando que le da exactamente lo mismo que lo hagan o no.
Cuando gritaba en los programas de televisión no se mostraba fuerte sino histérico. Ahora, en la presidencia, se muestra fuerte y logran que la oposición y el círculo rojo lo vean de ese modo.
Milei logra intimidar con muy poco. Quizá porque la oposición más centrista y sensata, ese amplio espacio donde están los radicales, el peronismo anti-K, el espacio que encabeza Pichetto, la totalidad del PRO, el carriocismo etcétera, sabe que Argentina debe avanzar sobre una senda liberal que reforme el Estado achicándolo, desregule la economía, potencie la empresa privada y retorne de lleno a los mercados mundiales.
Argentina necesita liberalismo, no anarco-capitalismo. Argentina necesita dejar en el pasado la construcción de poder a partir de ideologismos y de confrontación. Los modelos acción política planteados por Carl Schmitt al amanecer el siglo XX y reciclado por Ernesto Laclau en las últimas cinco décadas.
Debería ser más multitudinario el coro de voces reprochándole hacer kirchnerismo político para lanzar la economía en dirección contraria.
Las reformas en sentido liberal que diseñó Terragno en el gobierno de Alfonsín, así como la Ley Mucci y tantos otros cambios tan necesarios para crear una economía de mercado, fueron obtusamente obstruidos por el peronismo y las izquierdas.
En los ’80 la sociedad, mayoritariamente, no acompañaba el cambio que resultaba imprescindible. Pero hoy es diferente. Tras décadas de exacerbado populismo izquierdoide, una importante mayoría social sabe que debe haber reformas de carácter liberal para alcanzar objetivos que, como el déficit cero, nunca debieron dejarse de lado. Pero eso no significa un apoyo mayoritario a un ajuste tan drástico y vertiginoso que hunda en la miseria a vastos sectores de las clases bajas y empobrezca abruptamente a las clases medias. Es como querer dinamitar un edificio deteriorado con muchos de sus residentes adentro, para construir en el mismo sitio un edificio nuevo, funcional y confortable.
Eso no es liberalismo, sino ultra-conservadurismo socialmente irresponsable.