La gravedad y el tiempo

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Siempre me ha obsesionado el tiempo. Las preocupaciones sobre el mismo las divido en varios capítulos menores, y con la plena certeza de quedarme corto.

¿Cómo aprovecharlo? ¿Cómo valorarlo? ¿De qué manera planificarlo? ¿Cómo evaluarlo?

Será cosa de gallegos esto de desvelarse por no desperdiciar nada, pero el tiempo es sin lugar a duda lo más valioso que como individuos poseemos. Es un don que nos fue dado junto con la existencia. Por eso me preocupa. Por eso me interpela la gravedad del tiempo, ya que no nos está dado a los hombres saber cuándo se agota. Es algo que no tiene tasa. Algo que hay que honrar. Nos fue dado para servir. Esa es la única forma de aprovecharlo, no debemos pasar por la vida como por un túnel, tal como enseñaba San Josemaría.

Los hombres -en una suerte de alucinación- a veces creemos que se le puede poner precio, pero no. Algo que nadie te puede devolver no puede ser ponderado.

La percepción del transcurrir del mismo y de sus contingencias y maximización son, casi siempre, objeto de cavilaciones individuales, merecidamente, justificadamente egoístas.

Sin embargo, estoy cada vez más convencido de que las colectividades también sufren sus propias cuitas con relación al mismo. Porque la gravedad del tiempo siempre nos interpela. Por el ayer, por el aprovechamiento del hoy y, fundamentalmente, por lo que haremos con el mañana.

En esa tríada que compone la teoría de la gravedad del tiempo, está -si observamos con suficiente agudeza- muchas veces la razón de ser y la explicación de por qué algunas sociedades son lo que son, por qué otras están dejando de ser lo que eran y por qué algunas serán lo que serán. Si no, miremos lo que era Occidente en la temprana edad media, en el renacimiento, y ahora.

Así como hay personas que transcurren su existencia con la vista puesta en el espejo retrovisor, mientras el minutero da vueltas sin cesar, otras van paradas en el botalón de proa escudriñando el horizonte. Quizá sea el viento, las olas, y la espuma golpeando en la cara lo que dan la sensación de aprovechamiento o de utilidad, pero no es así. Es la actitud de ir para adelante, plus ultra, muy distinta a la que motiva la nostalgia del que vive del recuerdo.

Como colectividad estamos obligados a reflexionar mucho sobre esto.

Nuestro país, felizmente, es distinto, muy diferente a todo el entorno. No me avergüenza lo más mínimo sostener que es un nefasto dislate ese concepto de la patria grande que algunos han defendido y al que nos han pretendido sumar. Somos hijos únicos de una nación gloriosa que supo crear un imperio donde no se ponía el sol, descendientes que supimos sobrevivir y prosperar en una tierra áspera que hicimos florecer.

Nuestra filiación es absolutamente peninsular, por más que nuestro destino pueda haber estado influenciado por los intereses de la pérfida.

Si somos herederos de una tradición de derecho natural e institucional que se desgajó de la vieja Albión para ser tierra de futuro y libertad.

Y es precisamente por esa alcurnia, que deberíamos entender la importancia de la gravedad del tiempo. Esta, nuestra nación, ya casi cumplirá dos siglos. Doscientos años de prosperidad, de ir para adelante a veces a los tropezones, de ser reconocidos globalmente. Ya es hora de darle nuevos bríos a esa impronta.

Es momento de entender que, como tantas veces hemos dicho, somos más mañana que ayer.

Y es así, porque en esa simple frase se resume quizá lo más trascendente de la gravedad del tiempo, que es tener la convicción de que el ayer nos hizo lo que somos, y que por tanto no es necesario vivir con permanente morriña por el pasado. Porque esta enlentece, congela, abomba, apampa, y sobre todo amedrenta.

Y porque lo único peor que una sociedad temerosa de sí misma es una que se acojona ante el futuro, amparada en el orgullo de haber sido.

Lo que fue -bueno o malo- siempre debe ser cimiento, pero nunca lastre.

Y hoy, cuando nuestra colectividad ya está madura, el desafío no es solo el de cuidar del fondo y proteger al máximo las formas, es también el de honrar un mandato que podemos considerar histórico. El deber como orientales de ser orgullosos de nuestra condición, de sostenerla y defenderla, y hasta de pavonearnos cuando sea necesario, sin achicarnos jamás, con la mirada altiva de quien está bien seguro de lo que es, pero, sobre todo, de lo que se quiere ser.

Porque esta claro que el nuestro es un caso de éxito, sí, de esos que se estudian.

Es la historia de una gran nación, que ha sabido nacer, crecer, y desarrollarse, siendo ejemplo.

Templo de libertades, de oportunidades, de integración, de solidaridad, de resguardo de ecuanimidad y de equilibrio en una tierra convulsa.

Confín de Occidente, pero no del de ahora, sino de aquel que fue ejemplo de creatividad y prosperidad. Del que, de la mano de la ciencia, el derecho, la libertad, y la propiedad privada tiró del mundo entero para adelante, comprendiendo a cabalidad la trascendencia del hombre y, por ende, de la gravedad del tiempo. Gravedad que siempre fue más que teoría.

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