La "institución invisible"

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¿Cómo nos explicamos que mientras una ola proteccionista se anuncia desde los EE.UU., China sea el sostén de la antorcha de la libertad comercial? La gran potencia occidental que lideró la globalización, puesta en escena luego de la caída del Muro de Berlín, que inspiró la Organización Mundial de Comercio y así abrió espacio a tres décadas formidables de crecimiento y bienestar. ¿Da un giro hacia el encierro en fronteras nacionales, en una renacida competencia de bloques geopolíticos?

¿Cómo entender que los modernos populistas, continuadores de los demagogos que ya denunciaba Aristóteles como forma espuria de la democracia, broten ahora más a la derecha que a la izquierda? Desde Pisístrato, en el siglo VI antes de nuestra era, hasta Chávez, se suponía que la explotación de los instintos populares más allá de lo razonable era patrimonio del mesianismo justiciero de las izquierdas. Sin embargo, cabalgando sobre las insatisfacciones provocadas por las inmigraciones en los países ricos o en el desasosiego de la inseguridad provocada por el crimen organizado en el resto, emergen salvadores desde enclaves de una vieja derecha llevada al extremismo. Al borde de la ilegalidad, logran el aplauso de pueblos fatigados de violencia o de excesos de las nuevas sensibilidades sociales. Empero, las escenas grotescas de la invasión de los Congresos de los EE.UU. o Brasilia por turbas desaforadas, escenificaron con dramática elocuencia los modos de acción de estos movimientos que distorsionaron el clásico mensaje conservador.

Hasta el prejuicio antisemita ha cambiado de signo: lo que antes provenía de la extrema derecha, ahora asoma desde una izquierda confundida y superficial. Universidades norteamericanas, reducto histórico de la filosofía liberal, se transforman en emblemas del antisemitismo al cohonestar al terrorismo de Hamas y considerar que, según “el contexto”, puede llegar a admitirse su reaccionaria concepción. Agrupaciones feministas se deslizan de modo inverosímil a su propia negación, arrastradas a la defensa de movimientos islámicos en que la mujer se reduce a una condición prácticamente animal.

Este transformismo ideológico es el reflejo de la quiebra de la confianza, el lazo social más fuerte que amalgama la cohesión de la sociedad. La “institución invisible” que hace posible al resto. Si el paciente no tiene confianza en su médico o el alumno en el profesor o un cónyuge en el otro o el ciudadano en los valores de la nación a la que pertenece, difícilmente se sostendrá el vínculo que los une. Como decía Alain Peyrefitte, el gran pensador ministro de De Gaulle, la desconfianza esteriliza, es una sociedad de suma cero, de ganar-perder, donde si alguien gana es porque el otro perdió. Es la tierra fértil para sembrar la envidia al éxito, la grieta política, el malestar nacional o el resentimiento, que Nietzsche definía como el “sentimiento de hostilidad envidiosa hacia lo percibido como fuente de las propias frustraciones”. Allí nace el populismo, la desconfianza en partidos políticos e instituciones públicas, la lejanía del compromiso ciudadano con las estructuras republicanas de Gobierno que ponen en su mano la soberanía. Las redes exponen y multiplican esos sentimientos prejuiciosos, los discursos de odio, los nacionalismos agresivos que minan la convivencia pacífica al asumir como ofensa el éxito del que está del otro lado de la frontera.

Así la política se personaliza y todo queda librado a la inspiración redentora del que subió los peldaños hacia la cima pisoteando enemigos reales o imaginarios.

Hasta el proteccionismo en los EE.UU. es una expresión de falta de confianza. Lo es en sus propias capacidades. Fue entristecedor que Huawei, que por más importante que fuera, no pasaba de ser solo una empresa, podía considerarse un desafío estratégico para la mayor potencia científica del mundo. Es verdad que EE.UU. nunca pensó que en tan poco tiempo China iba a ser un rival aun en la tecnología avanzada, como ocurre con la informática o los automóviles eléctricos que copan el mercado. La respuesta, sin embargo debiera ser la que hizo grande a ese país, el “ethos”, la épica de la confianza competitiva, no el encierro enojado y empobrecedor.

Estamos en un cambio civilizatorio de la sociedad industrial a la digital y, como consecuencia, la mayoría de los empleos están amenazados. Esa inestabilidad, en una sociedad que ha alcanzado niveles de consumo relativamente elevados, son constante generador de nuevas demandas. Es un caldo de cultivo para la explotación de los resentimientos.

En ese vasto panorama universal, la democracia occidental está bajo asedio. Ni Inglaterra ni Francia se han salvado de la inestabilidad de sus gobiernos. No es de extrañar lo que vivimos en América Latina. Muy pocos partidos tradicionales sobreviven. Presidentes enjuiciados es algo habitual. Pueden ser la resultancia de fenómenos de corrupción o de venganzas pero, en todo caso, todavía hay un funcionamiento institucional. En Brasil lo hemos visto y hoy preside el país un Lula que pasó por la cárcel. Y en Argentina, donde llegaron a haber cinco presidentes en dos semanas, aun con vicios y contradicciones, la gente vota y puede cambiar pacíficamente un gobierno.

Toda esta reflexión nos lleva a pensar en lo que aquí, en este rincón del mundo, tenemos para preservar. Como lo dijo en 1961 sin éxito el propio Che Guevara, no oído por quienes se lanzaron a “tomar el cielo por asalto” pensando en Cuba, entonces un sueño, hoy la mayor pesadilla de nuestra historia, el fracaso definitivo del marxismo.

Hace cuarenta años recuperamos la libertad perdida. Antes habíamos perdido la tolerancia y muchos creyeron que la democracia “burguesa” había caducado. Entonces se marchó detrás de una ideología. Hoy el riesgo es la confusión, la superficialidad, los escepticismos, las negaciones, la pérdida generalizada de la confianza.

El Uruguay sigue confiando en su democracia y en sus partidos. Pese a todos los ruidos, sigamos creyendo. Vale la pena.

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