Igual que Donald Trump, el líder de la revolución cubana inauguró su llegada al poder revirtiendo el veredicto de un juicio. En febrero de 1959, los pilotos acusados de bombardeos criminales contra la guerrilla y aldeas campesinas en la Sierra Maestra, alegaron incumplir la orden de sus jefes lanzando las bombas de sus aviones en el mar, antes de regresar a la base y simular una misión cumplida. Al no obtener pruebas de que los ataques aéreos se hubieran realizado contra aldeas y campamente rebeldes, el tribunal revolucionario los absolvió.
A pesar de ser abogado y de haber iniciado su lucha contra el dictador Fulgencio Batista defendiendo el Estado de Derecho, Fidel Castro estalló de ira por el veredicto que absolvió a los aviadores, ordenó un nuevo juicio y los hizo condenar sin pruebas.
Fue la primera señal de que lo que había comenzado en Cuba tras la caída de Batista, era una nueva dictadura.
Trump hizo lo mismo, aunque al revés. No impuso condenas masivas sin tener pruebas del delito, sino que indultó masivamente a los autores de un crimen contra el Estado de Derecho, que causó nueve muertes y había sido rigurosamente investigado por el FBI y probado por la Justicia.
La diferencia es que Trump lo hizo sin violar la ley, valiéndose de la facultad de indultar que tienen los presidentes. Pero aun dentro del marco legal, el presidente inició su mandato atacando el espíritu de las leyes y socavando la democracia más antigua del mundo moderno.
La paradoja es que Trump indultó a 1500 probados autores de un delito que incluye el intento de golpe de Estado contra el Poder Legislativo, y del cual las evidencias lo muestran como principal instigador, al mismo tiempo que anunciaba redadas masivas para capturar y deportar a “millones de delincuentes” que ingresaron ilegalmente a Estados Unidos.
O sea, Trump puede acusar sin pruebas a millones de personas que tienen en común ser latinoamericanos pobres en busca de trabajo, de ser “violadores, ladrones y asesinos”, mientras considera “patriotas” y “presos políticos” a quienes ante los ojos del mundo asaltaron violentamente el Capitolio, atacando uno de los poderes del Estado para destruir un proceso electoral incuestionable.
Cuando la realidad que se describe no encaja con la realidad real, esa que es evidente y está convalidada por el sentido común, el discurso vaticina un tiempo oscuro.
Al asumir su segundo mandato, como todo megalómano populista Trump pronunció un discurso fundacional. Anunciando “la edad de oro” que con él “comienza”, habló de su país como si fuera un Estado fallido que lleva más de un siglo de derivas y fracasos. Describió a la mayor superpotencia como si no fuera la cima del desarrollo económico, que ganó las guerras mundiales del siglo 20, se impuso en la Confrontación Este-Oeste, triunfó en la carrera espacial, batió récords en desarrollo científico y tecnológico, creó la sociedad más opulenta y generó la industria artística y cultural que inundó el mundo.
Por cierto, el inmenso éxito que, con liberalismo y con keynesianismo y Welfare state, tuvo el capitalismo norteamericano, también convive con guerras, mafias, magnicidios y flagelos como el de la drogadicción. Pero que la democracia liberal con la que nació Estados Unidos llevó el país a la cúspide del liderazgo económico y tecnológico, es una realidad que el discurso de Trump trató de esconder detrás de una postal de fracasos y derrotas.
La invención de la realidad es una señal inquietante. Cuando un líder dice a su sociedad que lo que está viendo no es real y que la realidad es lo que él describe, debe sonar una alarma.
Muchos que ven claramente el mesianismo ridículo de Nicolás Maduro, aplaudieron a Trump cuando dijo “Dios me salvó para que hiciera grande a América otra vez”, y cuando declaró “Día de la Liberación” a la jornada del inicio de sus funciones. Si no es mesiánico y deformador de la historia usar de ese modo el concepto con que se llamó desde 1865 al día de la abolición de la esclavitud, entonces el mesianismo no existe.
En el discurso también hubo anuncios positivos y cuestionamientos razonables. Pero su llamado a restaurar el “sentido común” es un dato preocupante. “Sentido común” llamó Thomas Paine al opúsculo que escribió en el siglo 18 para apoyar la revolución de las trece colonias de la costa Este. En sus páginas desmanteló los argumentos coloniales con razonamientos lógicos y describió el sentido común de la república y la democracia que nacerían el 4 de julio de 1776.
¿De ese sentido común habla Trump? Lo que describió Paine en su opúsculo revolucionario ¿es lo mismo que difunden las usinas ultraconservadoras y las redes de Elon Musk?