"El cerebro humano es el campo de batalla del siglo XXI”.
Esta frase, pronunciada por un neurocientífico durante una conferencia en 2018 en West Point, la Academia Militar de Estados Unidos, sirve para contextualizar desde la pelea de Elon Musk en Brasil hasta el video de Andrés Ojeda en el gimnasio. Desde las multas a Apple y Google hasta el “They are eating the dogs” de ya sabemos quién.
¿Si la frase sirve para tanto, será que no sirve para nada? Empecemos. Pero antes, un poco de perspectiva.
Si condensáramos la historia de la humanidad en un día, pasaríamos 22 horas y media cazando y recolectando, casi una hora y media en la era agraria, dos minutos en la industrial y 20 segundos en la era de la información. Ergo, esto es nuevo. Y no estábamos preparados.
Hemos sido lúcidos porque la persona promedio hoy vive mejor que un rey de antaño, pero en términos históricos recién empezamos una fase que no nos da certeza so-bre dónde va a depositar al ser humano.
La sofisticación tecnológica ha generado innumerables ventajas, pero lleva tiempo derritiendo el concepto tradicional de soberanía y cualquier cosa que se le ponga enfrente. En la desigual lucha entre el Estado y los monstruos de Silicon Valley, el mamotreto estatal tiene las de perder, ni qué hablar los ciudadanos-usuarios.
El juez del Supremo Tribunal Federal de Brasil, en su disputa con Elon Musk, está casi tan desacatado como el hombre más rico del mundo. La censura es censurable y, como escribió Coetzee, a menudo el remedio es peor que la enfermedad. En la lucha entre dos personas con egos desmesurados, quien pierde es su entorno.
No es inocuo que Musk afirme que un juez brasileño es un “dictador”, que califique al gobierno de Australia como “fascista” por una legislación que propone multas a las plataformas, que comparta información falsa sobre tensiones raciales en el Reino Unido y que compare a la justicia británica con la soviética.
Tampoco es menor que difunda una entrevista a un revisionista del Holocausto y apologista nazi con el comentario: “Muy interesante. Vale la pena verla”.
Nada de esto es inofensivo viniendo de alguien que controla más de la mitad de los satélites en órbita, con intereses en sectores estratégicos y que, de quererlo, tiene un puesto asegurado en un eventual gobierno de Trump.
¿Por qué lo hace? No se sabe y no importa. Importan las consecuencias.
En Francia, arrestaron al fundador y CEO de Telegram. Tiene 1.000 millones de usuarios y un historial de excesos. Pavel Durov, el Mark Zuckerberg ruso, fue acusado de no colaborar con la justicia en una investigación por actividades ilegales en la plataforma. Como cualquier otra empresa en un país serio, si la justicia ordena colaborar, se cumple. ¿O alguien lo duda?
En ese oasis de libertad llamado Estados Unidos también se enfrentan a las plataformas. Por motivos de seguridad, el Congreso aprobó un proyecto de ley para prohibir TikTok, la red social china.
La justicia acusó a Rusia de contratar youtubers estadounidenses para producir contenido a favor de los intereses del Kremlin.
La Unión Europea multó a Apple por no pagar impuestos y a Google por prácticas monopolísticas. Sin embargo, el afán regulador europeo no forzó grandes cambios en el comportamiento de estas empresas; el efecto ha sido mínimo y las sanciones son cosquillas.
Tampoco están claras las consecuencias de las demandas en Estados Unidos, iniciadas por el gobierno de Trump, contra las empresas tecnológicas por comportamiento monopolístico. Ambos casos evidencian cómo, en Washington y en Bruselas, aunque no tengan las respuestas, se cansaron de los excesos.
El hilo conductor de estos ejemplos es la frase del comienzo: nuestro cerebro como botín de guerra. Fuimos ingenuos al suponer que a mayor información, mayor conocimiento. Fuimos ingenuos al creer que Internet sería una fuerza democratizadora.
Terminó concentrando un poder excesivo en manos de unos pocos intocables.
En una era en la que dedicamos más tiempo a retocar una foto para redes que a reflexionar sobre a quién queremos como presidente, qué podemos esperar cuando somos carnada y blanco de operaciones donde se industrializa lo falso para fomentar lo extremo y hacernos dudar de la realidad. Antes la mecánica era más artesanal. Como dijo Dolina, ahora “hay más tecnología al servicio de la gilada”.
En Estados Unidos, 50 millones de personas creen que un grupo secreto controla las decisiones del gobierno, y una cantidad similar cree que a Trump le robaron las elecciones. Hay también siete millones de personas que están convencidos de que la Tierra es plana, y otros 16 millones dudan de que sea redonda. Aún no tenemos el dato de cuántos creen que los migrantes comen mascotas.
El expresidente entendió hace tiempo que el conflicto genera atención, y que la atención es poder. Es algo que, a escala uruguaya, comprendió Ojeda. Lo más grave de su bobada con las pesas y el horóscopo no es que dinamite su imagen de presidenciable, que ya era nula.
Lo más grave es que nos distrajo con irrelevancias.
¿Qué tan libre es una sociedad cuando una minoría ruidosa y con poder propaga conspiraciones? Sin una percepción común de la realidad, la convivencia y la democracia se derrumban. Anestesiados por minucias y bombardeados con pequeñeces, cómo coexistimos con el poder de la tecnología cuando entra en conflicto con los valores y principios que necesitamos para vivir en democracia.
La interrogante es tan escurridiza como crucial.