El 53,5% de los presos son analfabetos, según un estudio del MEC de 2023. Es un dato impactante, más tomando en cuenta que el analfabetismo en la población general es del 1,6%.
Era imaginable que la relación entre educación y delincuencia fuera inversamente proporcional, pero me sorprendió que lo fuera en semejante magnitud. Es probable que entre los que sí saben leer y escribir, muy pocos hayan progresado en la educación formal. Tal vez sea exagerado pensar que los presos podrían ser actualmente la mitad si en su niñez y juventud hubieran recibido una mejor educación. Sin duda serían muchos menos, y también serían muchas menos sus víctimas.
Que la educación es un remedio para la pobreza es nada fácil de entender. Viene a la mente enseguida que una persona educada, ya sea en ciencias, letras, un arte o un oficio, no vivirá en un asentamiento ni dependerá del Estado o de la beneficencia para ganarse la vida. Los hijos de padres que valoran la educación tendrán una enorme ventaja frente a los que no reciben ningún estímulo.
No es tan evidente la influencia de la mala educación en la violencia. Sin embargo, es clave. Quien maneja el lenguaje de la fuerza es porque no posee un lenguaje mejor, porque no sabe lo que se pierde y tampoco es capaz de evaluar el riesgo de la cárcel que lo alcanzará tarde o temprano. Tampoco evalúan el riesgo de su propia vida. El crimen no paga.
Estos presos que ahora abarrotan las cárceles fueron educados (o más bien des-educados) en los quince años de gobierno del Frente Amplio. De esas épocas heredamos una mala educación.
La educación no se adquiere solamente por los padres, maestros y profesores. También los niños y jóvenes reciben la influencia de personajes destacados y admirados por ellos, o señalados por sus mayores como valiosos: artistas, deportistas y políticos.
Un presidente de la República es una figura de autoridad, y si ese presidente dice, como dijo Mujica: “Es la cosa más linda entrar a un banco con una 45, así todo el mundo te respeta”, no será -y ciertamente no lo fue- un buen ejemplo para los jóvenes. Si un niño observa que sus padres admiran a un hombre con pocos estudios y que practicó la violencia y aun así llegó al más alto puesto de gobierno, esa influencia marcará su futuro.
La expresión “mala educación” se emplea con frecuencia como sinónimo de descortesía, empleo de un lenguaje grosero, malos modales, costumbres inapropiadas. De eso hubo bastante en los gobiernos anteriores, pero peor es la mala educación que infunde odio y desprecio por el afecto y el respeto en la sociedad.
Si maestros y profesores inculcan que es lícito y hasta heroico recurrir a la violencia para alcanzar el poder, tanto en este país como en otros, agitando banderas y cartelones que invitan a la lucha, eso quedará grabado en las mentes de los jóvenes.
La importancia de la educación no es percibida como crucial en forma inmediata. Según Factum, lo que más preocupa a los uruguayos es: para el 53%, la seguridad pública, la violencia y el narco, con el 34% la economía, el salario y el empleo, y en tercer lugar la educación: 11%.
Las preocupaciones de corto plazo animan a muchos candidatos a proponer medidas “de mano dura”: aumentar penas, suspender garantías, crear nuevos delitos.
Esta encuesta confirma lo que sostiene Ricardo Pascale en su libro “El Uruguay que nos debemos”: los uruguayos no tenemos una fluida relación con el futuro.
Por supuesto que hay que mejorar la represión del delito. Ello se está mejorando con políticas basadas en la evidencia científica y con la mejor comprensión de lo que lleva a las personas a cometer crímenes. Por más que logremos atrapar más delincuentes y llevarlos a todos presos, construir nuevas cárceles y votar penas mayores (algunos políticos incluso proponen imitar a Bukele, el de El Salvador) ello, si no se acompaña de educar para prevenir y rehabilitar, será “pan para hoy y hambre para mañana”.
Porque es obvio que los presos alguna vez van a salir, y ya está comprobado que más del 70% reincide. Porque no saben hacer otra cosa, porque no están preparados para ser libres.
Es así que la lucha contra el delito no tendrá fin a menos que exista una permanente coordinación inteligente entre la policía, la ayuda social y, sobre todo, la educación.
Venimos mejorando, pero es una tarea de largo aliento a la que no podemos renunciar a menos que renunciemos también a la seguridad y al desarrollo económico.