Ya había subido al escenario y estaba a segundos de iniciar su discurso, cuando desde la multitud dispararon a mansalva, acribillándolo. A Luis Carlos Galán lo asesinaron el Cartel de Medellín y Los Extraditables, porque el candidato presidencial del Partido Liberal había prometido que, ni bien llegara a la presidencia, autorizaría la extradición de narcos a los Estados Unidos.
Aquel magnicidio ocurrido en Cundinamarca a pocos días de la elección presidencial de 1989, completó la revelación que había comenzado cinco años antes, cuando sicarios de Pablo Escobar emboscaron y acribillaron a Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia que quedó en la historia de Colombia como el primero en denunciar al jefe del Cartel de Medellín. Lo que quedó revelado fue la dimensión del poder destructor que tenía el narcotráfico.
Cuando las bandas pasan de la generación de muertes en guerras entre ellas por disputas territoriales, a la dimensión de los asesinatos de figuras políticas de peso, lo que queda a la vista es que el narcotráfico ha alcanzado un nivel de organización y poder de fuego como para hundir el país en guerras catastróficas.
Eso es lo que dejó a la vista en Ecuador el asesinato de Fernando Villavicencio. Si ya era grave lo que insinuaban las sangrientas batallas entre bandas narcos en las cárceles ecuatorianas, el magnicidio perpetrado de manera idéntica al que reveló la magnitud del poderío de Pablo Escobar en Colombia, está mostrando que el narcotráfico tiene en Ecuador un aparato criminal de dimensiones suficientes como para que una guerra con el Estado resulte un equivalente de lo que fue la sangrienta guerra contra el Cartel de Medellín.
Que su lema de campaña fuera “Este es un tiempo de valientes”, prueba que Villavicencio sabía que buscar la presidencia ponía en riesgo su vida. Las mafias narcos y el poder de la corrupción que gangrenaron Estado y economía en Ecuador, intentarían impedirle llegar a la mayor trinchera en la lucha contra esos flagelos. Si pudo acorralarlos con sus denuncias desde los diarios donde desarrolló su periodismo de investigación y desde las responsabilidades políticas que tuvo, desde la presidencia podría acorralarlos mucho más.
Por cierto, Villavicencio no tenía el triunfo asegurado. Mas bien la elección parecía una batalla imposible. Pero le daba una gran visibilidad y agigantaba el impacto de las denuncias y señalamientos que hacía en cada acto de campaña.
Poco antes de caer acribillado, Villavicencio había dicho que estaba recibiendo amenazas de mafias narcotraficantes. Como periodista y como político, el narcotráfico fue uno de los blancos habituales de sus investigaciones y denuncias. De hecho, había sufrido atentados que llevan la firma narco, aunque cuando tuvo que esconderse en la selva durante un año y medio, escapaba de la persecución de Rafael Correa por las sospechas que generó sobre lo ocurrido con el presidente y los policías amotinados en el 2010.
El correísmo lo tenía como archi-enemigo, porque Villavicencio denunció casos que iban desde los sobornos de la empresa brasileña Odebrecht hasta negociados multimillonarios con empresas petroleras chinas.
Por eso y por el modus operandi de los criminales, la primera sospecha cae sobre las organizaciones narcotraficantes. Pero sus enemigos no eran sólo esas mafias. Poderosos empresarios y, sobre todo, altos miembros de la clase política, habrán festejado en secreto el magnicidio que les quita de encima la lupa del periodista de investigación y candidato presidencial cuya principal bandera era la lucha contra la corrupción.
Sobre todo, en la dirigencia correísta habrá quienes suspiraron aliviados. Ocurre que Villavicencio fue uno de los mayores azotes periodísticos y políticos que tuvieron los gobiernos encabezados por Rafael Correa. Es inevitable que no tarden en aparecer lecturas de lo acontecido que lleven las sospechas hasta las cercanías del iracible Rafael Correa. Hace menos de un año, a la ráfaga de balas que le destrozaron el frente de su casa, con Villavicencio y su familia en el interior, él la atribuyó a sus denuncias sobre oscuros vínculos entre el correísmo y mafias narcos. Y no fue la última vez que habló sobre esos presuntos vínculos.
Tanto Rafael Correa como Jorge Glas, vicepresidente del gobierno de Lenin Moreno que acabó encarcelado por corrupción, eran los principales blancos de las denuncias de Villavicencio. Fue él quien se atrevió a denunciar como auto-atentado, o auto-secuestro, a la rebelión policial que mantuvo a Correa retenido por los sublevados durante largas y dramáticas horas, en setiembre del 2010. La reacción del entonces presidente contra la acusación del periodista fue tan fuerte y su contraataque judicial fue tan asfixiante, que Villavicencio se refugió durante dieciocho meses en la selva, bajo protección de la comunidad indígena Sarayaku.
Sus denuncias contra pactos secretos facilitando la minería ilegal en el Amazonas, lo habían convertido en alguien apreciado en las comunidades indígenas y sus estructuras sociales y políticas, como el movimiento indigenista Pachakutik.
Por eso entre las sospechas que sobrevolarán Ecuador, algunas apuntarán al espacio político al que el candidato asesinado denunciaba por supuestos vínculos con mafias narcos.
Obviamente, los narcos gatillaron, pero es inevitable que algunos se pregunten si no hubo dirigentes políticos detrás de esos sicarios. Y las miradas cargadas de sospechas apuntarán hacia el lado oscuro del correísmo.