La razón y las canas

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Uruguay no necesita de enemigos externos. La mayor amenaza que se cierne sobre este país son las malas ideas propias. El plebiscito sobre la reforma jubilatoria es un ejemplo significativo.

Las reformas de las pensiones son un desafío mayúsculo. Acá y en el mundo. Implican decisiones a largo plazo frente a presiones políticas a corto plazo. Como la necesidad de cambios puede no ser fácilmente entendida o plenamente aceptada, también tienden a ser controvertidas y enfrentar una resistencia considerable. Esto puede llevar a una tendencia a posponer reformas, retrasar la entrada en vigor de los cambios y dejar que los problemas los aborden próximos gobiernos o próximas generaciones.

Las reformas de la seguridad social son complejas: tienen un componente de incertidumbre, de hacer previsiones a largo plazo e implican cambios que no todos van a sentir que son justos. Los mensajes para cuestionarlas, sin embargo, son simples. En pocos lugares los temas de seguridad social se entienden a cabalidad. ¿Por qué Uruguay habría de ser la excepción?

Llevar temas de por sí enmarañados a mecanismos de democracia directa tiene sus riesgos. Pregúntenle a los británicos que se arrepienten de haber apoyado el referéndum para salir de la Unión Europea. Esa campaña estuvo marcada, entre otras cosas, por la frase de un político que apoyaba el Brexit: “La gente está harta de los expertos”.

Un recurso similar se usa acá. Dicen los iluminados que los que están en contra del plebiscito son economistas del establishment. En torno a una de las decisiones más importantes de nuestra historia por su impacto económico hay consenso. No hay una sólida voz técnica que se anime a pronunciarse a favor del plebiscito. Y sin embargo…

La gente cree que sabe mucho más de lo que realmente sabe (sencillamente quiere trabajar menos o es simplemente egoísta). La mente humana es insondable y la razón tiene sus limitaciones. Una vez formadas, las impresiones suelen ser perseverantes. Por algo tantas veces los hechos, los datos, no cambian nuestra opinión. Proporcionar a las personas información precisa es un camino, pero no es el único porque no siempre es el más eficaz ni el más eficiente. Apelar a sus emociones podría funcionar mejor.

En estos tiempos, el vínculo entre realidad y política se ha desgastado. Mucha gente tiene, además de su opinión, su propio compendio de hechos y datos alternativos. Las emociones y los sentimientos parecen por momentos imponerse por sobre todo el resto.

En la batalla de hechos contra mitos, es riesgoso que los mitos se impongan. En una época en la que “los expertos y los hechos” ya no parecen capaces de resolver debates como antes, urge encontrar otras maneras de refutar creencias nocivas. La campaña para evitar la victoria del plebiscito va a necesitar de otras herramientas. El mensaje de trabajar menos es fácil de entender; el de la necesidad de la reforma, de volver más sostenible el sistema, de pensar en el largo plazo, es más difícil de vender. Es inexorable encontrar caminos para hacerlo.

La razón, dicen los que saben, no se desarrolló para permitirnos resolver problemas abstractos ni para ayudarnos a sacar conclusiones a partir de datos desconocidos sino para resolver los desafíos que implica vivir en sociedad. En definitiva, la razón evolucionó para evitar que otros nos pasen por encima.

¿Por qué hay algunas áreas donde la irracionalidad parece ser más pronunciada? Una teoría es que la gente puede darse el lujo de subestimar los beneficios de cierta política pública, pero no las ventajas, por ejemplo, de estar vacunado. En el primer caso, lo mismo te habría pasado sin importar cómo actúes. En el segundo caso, las consecuencias pueden ser otras. La irracionalidad, como la ignorancia, son sensibles al precio y las creencias equivocadas en política muchas veces se consideran de bajo costo, lo cual es una postura, por lo menos, engañosa. Justo en el caso del plebiscito la situación es la opuesta.

Hay, si se quiere, hasta un método para la imprudencia del votante. Podés estar profundamente equivocado, pero obtenés un beneficio psicológico al atrincherarte en tu creencia. Es difícil empatizar con los que promueven este acto de autodestrucción.

Comprender las implicancias de la sostenibilidad o no de un sistema de seguridad social no es para cualquiera. Mucho menos en una sociedad en la que la principal planificación financiera apenas implica guardar dinero para pagar las cuentas, donde un tercio ahorra y dos tercios dice que no llega a fin de mes.

Entre el desconocimiento que campea, la apatía generalizada, la chatura de la campaña, el inclasificable barro mediático-judicial, la censura a un profesor, una polémica ley de medios y la posibilidad de reinstalar un subsidio a la cerveza, la sensatez es un bien tan escaso como abundante es la cantidad de palabras que sale de la boca de los políticos.

No será la primera ni la última vez donde la mayoría termina pagando por la influencia y el lobby de unos pocos. Por más inquietante que sea, no nos debería sorprender entonces que, en un país avejentado y acomodaticio, el poder de las canas pretenda ganarle la batalla a la razón.

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