La recuperación del objeto

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Hubo un tiempo en que Uruguay fue un país de vanguardia. Un momento de nuestra historia donde muchos orientales destacaban en distintas disciplinas, y su brillo trascendía fronteras. En esa época, Esther de Cáceres escribió el prólogo de la edición “La recuperación del objeto” donde se recopilaban los textos de las clases que Joaquín Torres García impartió sobre el tema, y dio cuenta de la importancia de esta más allá del arte.

El texto no solo revela un modo de entender la vida y lo artístico, sino también la importancia que para cualquier proceso creativo tienen la comprensión de los conceptos y la interpretación de los sentimientos.

Algo de esto refería en mi pasada columna cuando comentaba que la deriva de nuestra sociedad que alguna vez supo ser transaccional, a una de carácter puramente emocional es un hecho preocupante e imprudente.

No podemos ablandarnos, lo que no quiere decir dejar de ser sensibles.

Torres nos dejó muchas enseñanzas que deberíamos atender. Quizá la primera de ellas es la ponderación de la austeridad, de la severidad, del talante recio, disciplinado, casi marcial, diría, con que los hombres debemos encarar nuestras vidas.

Existencias que no pueden ser desperdiciadas en un simple devenir de transcurrir por el ajetreo de lo cotidiano, sino que deben tener un objeto definido. Un propósito terrenal, individual y colectivo, y otro obviamente trascendente. Porque uno sin el otro no son nada.

A veces parece que nos hubiéramos olvidado de que las personas somos cuerpo y alma, y que la última generalmente requiere un alimento mucho más consistente y nutritivo que una terapia. La secularización nos envenenó de la mano de un laicismo que extirpó de nuestra sociedad la conexión con la Creación.

Deberíamos buscar con ahínco y valentía reconectar con esa parte de nuestro ser. La que quiere entender y mirar más allá.

Somos occidentales. Por más que les pese a muchos compatriotas y a algunos vecinos, Uruguay es el último límite Sur de nuestra civilización.

Y eso, que, si bien es una bendición, es también un peso con el que cargamos.

Llevamos la obligación de ser herederos de aquella contienda a la que refería Unamuno entre la razón y el corazón, entre lo clásico y lo romántico, entre la verdad y el relativismo.

Porque la verdad existe y estamos obligados a defenderla.

Y porque no se entiende lo clásico sin el cristianismo. Dado que de ese enroque surge precisamente la capacidad de nuestra civilización occidental de ser verdaderamente la única progresista. La única donde es capaz de convivir todo y amalgamarse para dar a luz algo mejor.

Podemos perdernos por el camino de mirarnos el ombligo hablando del cambio climático, las distintas sensibilidades de diferentes colectivos, o del determinismo histórico, y sería una pena.

No hay civilización en el mundo mejor que la nuestra.

No hay en el mundo un país mejor que el Uruguay.

Solo nos vendría bien acallar el ruido, recuperar el objeto, y encontrar nuestro propósito.

El de volver a ser.

Con determinación y sin miedo.

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