Es más fácil avanzar caminando por la costa, o por la orilla, pero Alberto Fernández insiste en quedarse en la mitad del río, donde en lugar de avanzar, se hunde.
Sería preferible que se decida por una u otra costa. Que se anime a emanciparse totalmente de Cristina, o que de una vez por todas se subordine totalmente a ella. Cualquiera de esas dos alternativas podría ser mejor que estas capitulaciones sin entrega total del mando a la vencedora.
La rendición en cuotas del presidente ante su inmisericorde vicepresidenta, hace que ambos protagonicen un gobierno fallido.
Argentina quedó tratando de dilucidar quién es el mayor culpable de la deriva gubernamental. La renuncia de Martín Guzmán mostró la magnitud del desastre que causa la interminable implosión de la coalición gobernante.
Por cierto, para Alberto Fernández y sus leales, la culpable es Cristina Kirchner, por atacarlo y humillarlo todo el tiempo, debilitando el gobierno, y porque los funcionarios kirchneristas con los que la vicepresidenta minó el área económica, sabotearon todo el tiempo las iniciativas del ministro de Economía que acabó lanzando su renuncia con afán destructor contra el presidente y contra la líder del kirchnerismo.
La implosión del gobierno y de la coalición Frente de Todos comenzó cuando el oficialismo sufrió una tremenda derrota en las elecciones legislativas del año pasado. Lo indudable es que lleva demasiado tiempo y parece no acabar nunca.
Se trata de una derrota interminable del presidente. Alberto se rinde ante Cristina, pero sus capitulaciones nunca son completas, por lo que la agonía es larga y destructiva.
El presidente chapotea en las medias tintas. Siempre cede sin entregarlo todo. Eligió no avanzar hacia una costa ni la otra, sino quedarse en la mitad del río, donde lleva más de un año hundiéndose.
Para sus desilusionados camaradas, debió enfrentar a quien lo convirtió en presidente a todo o nada. Marchar decidido hasta la otra costa, desafiando la corriente. Pero siempre se queda a mitad del río. Una y otra vez, hundiéndose y ahogando su gobierno.
Cuando Cristina empezó a pedirle la cabeza Guzmán, Alberto ya había entregado cabezas muy preciadas de su entorno, como la de su amiga, colega y ministra de Justicia Marcela Losardo.
La permanencia del ministro de Economía era su señal de resistencia. Ese último bastión que nunca entregaría. La vicepresidente embestía, una y otra vez, pero el resistía. Resistía a su modo, o sea, cediendo, entregando más cabezas (Biondi, Kulfas etcétera) pero no entregaba a Guzmán. El problema es que nunca se atrevió a darle a ese ministro lo que le pedía para manejar la Economía. Y lo que le pedía Guzmán era que sacara de sus cargos en bastiones del área económica a los funcionarios kirchneristas abocados a sabotearlo por orden de Cristina.
Si Alberto lo mantenía en la trinchera, Guzmán necesitaba las armas reclamadas para defender su gestión. Pero el presidente no se las dio.
En ese punto, quedarse a mitad del río implicaba no echar a Guzmán como pedía Cristina, ni echar a los funcionarios kirchneristas como reclamaba Guzmán.
Convencido de que la implosión continuará, que la vicepresidenta no cesará de bombardearlo y que el presidente jamás se atreverá a emanciparse, Guzmán decidió lanzar su renuncia como un arma arrojadiza para dañar a los dos responsables de que Argentina tenga un gobierno fallido.
Si no hubiera querido dañar al presidente, no le habría anunciado su renuncia poco antes de publicarla en las redes sociales, sin darle tiempo a buscar reemplazante y simular un recambio pensado y ordenado. Y para dañar a Cristina, lo que hizo Guzmán fue anunciar su dimisión cuando promediaba el discurso de la vicepresidenta en un acto de homenaje a Juan Perón. De ese modo, le impidió encabezar los portales en el anochecer del sábado y en los titulares de los diarios del domingo.
Para compensar la sensación de debacle, el presidente necesitaba un nombre fuerte en el ministerio descabezado. El reemplazante debía tener el peso suficiente para llenar el vacío que dejaba Guzmán. Pero ni siquiera eso pudo hacer Alberto Fernández.
De los posibles reemplazantes con peso como para calmar los mercados, unos no aceptaron y otros no lograron la aprobación de Cristina. En la intemperie quedó un presidente desorientado. Cristina lo tenía contra las cuerdas y el sopapo de Guzmán lo dejó grogui.
Finalmente, cuando el domingo terminaba, Alberto volvió amostrar su vocación de medias tintas. Se dejó imponer a Silvina Batakis, una ministra cristinista, pero en lugar de entregar a Sergio Massa lo que pedía para ser Jefe de Gabinete, se quedó con el opaco Juan Manzur.
Ni avanzó hacia la costa de Cristina ni se animó a nadar hasta la costa opuesta. Volvió a quedarse en la mitad del río, naufragando lentamente.