Atravesamos un momento en el cual a la gente le cuesta decir lo que piensa; algunos por temor a ofender, otros porque viven con la sinapsis esquiva.
¿La oposición al nuevo gobierno debe parecerse más al Frente Amplio o generar una suerte de trumpismo-mileísmo suavemente ondulado? ¿Cómo dar pelea en la batalla cultural sin que se convierta en una guerra?
Estas cuestiones decembrinas plantean una discusión en exceso binaria, pero no baladí.
Si se generara una conversación de ese estilo, y otras similares, como Uruguay merece, podríamos empezar a ilusionarnos con un cambio de paradigma mental que llevará, en caso de concretarse, al menos una generación.
Tiene sus riesgos, aunque peor sería el estancamiento intelectual que nos acogota, y los obstáculos serán mayúsculos, pero una revolución amable, sin las aristas ásperas y desagradables de otros lares, podría sentar las bases de cambios estructurales que pongan a Uruguay a competir en otro carril. Al menos, habría que planteárselo.
¿Se puede fortalecer el mensaje sin endurecer el tono? Se puede (se debería poder). ¿Son positivas las señales en ese sentido? Hay de todo. Están los que, carentes de sustancia, apuestan por lo chabacano, y están los que se reconocen templados sin que les tiemble el pulso.
A riesgo de que esto se asemeje a la enésima y soporífera autopsia de la derrota coalicionista, el bloque adolece de dos elementos que sobran en la vereda de enfrente: organización y corazón.
Organización porque compite contra la que quizá sea la máquina recolectora de votos más eficiente de América Latina. Mientras el comité de base se convirtió en marca registrada del FA, militante se volvió sinónimo de frenteamplismo.
Con exceso de coalicionistas de sillón y chispeantes de redes, no se transforma nada y, a lo sumo, se araña el poder.
Corazón porque a la izquierda, en general, le brota con menos prurito dibujar la narrativa de lo epopéyico. Persuade con más facilidad, aunque el diablo meta la cola y el cuerpo entero en los detalles.
En buena medida, lo logran porque una leve mayoría de este país tiene el corazón algo más a la izquierda que el resto. Ello, claro está, no es un problema en sí.
El problema radica en la pretendida superioridad moral, en la agotadora manía de tachar de derechoso y rancio a todo lo que no encaje a la perfección en su liturgia, por momentos anacrónica, y la creencia de que están eximidos de ciertos objetivos, como apuntar a la eficiencia en la gestión, que consideran no es su pelea.
¿Cómo construir épica sin que la polarización destruya? ¿Cómo ampliar la base sin perder al núcleo duro?
No son respuestas sencillas. Da la impresión de que se necesitará ambición de trascendencia bien entendida, mucho pienso, comunicación fina, ejecución apropiada y liderazgos hábiles, aspectos tan indispensables como ausentes de la campaña coalicionista.
Se empieza a percibir una tentación de endurecer el discurso para ir al choque sin mucha idea de qué se quiere conseguir ni de cuál es la etapa siguiente.
Esas escenas fugaces se asemejan al borracho que intenta pararse al despuntar el amanecer. Soñando con no perder el equilibrio, pega unos gritos, murmura el enésimo atropello, y sucumbe ante el peso de sus propios párpados.
La comparación es algo exagerada, aunque se entiende el punto.
Hace unos meses estuvo en Uruguay el chileno Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, una persona de una estatura intelectual envidiable.
Hizo hincapié en la necesidad de contar con personas en la sociedad que eleven el debate público, moderen las discusiones con argumentos razonados y señalen errores. Lamentó que hoy día nadie quiera tener razón. Es decir, que le escapen al debate de ideas.
Sin eso, dijo, las sociedades pierden conducción y tonicidad intelectual, transformándose en pasto de las masas.
Esto deteriora la vida democrática, los personajes se reducen a declaraciones llamativas sin sustancia, dejando a la gente sin guía ni reflexión profunda.
Si la esfera pública es la mera suma de personalidades, señaló, y se convierte en una competencia para ver quién pronuncia la frase más impactante, pierde la democracia. Se necesitan, afirmó, voces que clamen en el desierto.
Parte del trabajo, entonces, es entender qué lleva a algunos a acercarse a los extremos. Otro tanto pasa por animarse a la confrontación sin desconocer el valor de los matices.
Pasa también por abrazar y reconocer la complejidad de ciertos temas, de casi todos, sin caer en relativismos.
Por mantener posiciones firmes sin denostar al adversario. Por ser duro sin ser cruel.
Por ir en busca de los puntos de encuentro sin sacrificar valores esenciales.
Pasa por trabajar la curiosidad intelectual, el pensamiento crítico y la humildad que ofrece la ignorancia; todas cuestiones que no se consiguen, ni se conseguirán, con un clic.
Pasa, por sobre todas las cosas, por privilegiar el análisis profundo sobre la polémica barata, y por sostener la sensatez al tiempo que se evita la polarización artificial.
Este breviario quizá peque de ingenuo y se recite con rubor. Ello es parte del problema. No está claro cuándo la sobriedad y el sentido común perdieron vigencia, pero hay clásicos que no deberían pasar de moda.