La tradición y el estribo

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Hace unos días, el gran Juan Carlos Lopez (Lopecito) me enviaba por WhatsApp una hermosa definición de tradición de Gustav Mahler, que decía que “la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego”. Y yo, que soy un gran admirador de la tradición (y también de Lopecito) quise reflexionar sobre estos profundos conceptos, llenos de una riqueza antropológica y cultural que los hace interesantísimos.

Somos nuestra historia, somos la acumulación de sucesos y coyunturas del pasado que nos trajeron hasta acá. Somos el hoy, es verdad, pero ese hoy está lleno de pasado, de experiencias, de triunfos y fracasos que fueron moldeando nuestra identidad. El tradicionalismo es, intentando desafiar su complejidad conceptual, la tendencia consistente en adherir a ideas, normas y costumbres del pasado, tomando como herramienta la tradición, es decir, cada una de aquellas pautas de convivencia que una comunidad considera dignas de constituirse y mantenerse de generación en generación.

Creo que erróneamente se la suele identificar con conservadurismo. Y ahí está el error en el que suelen caer los adoradores de un progresismo lleno de ingredientes importados.

Hablemos de mapas y de geografía, del mapa cultural y la geografía humana. Porque el tradicionalismo y sus distintas vertientes no son sinónimo de “dejá todo como está”, sino de evolucionar “a la uruguaya”, es decir, usar nuestro pasado como un estribo donde apoyarse para ir hacia delante.

Eso es la tradición, un estribo que podemos utilizar para impulsarnos. Con características propias, idiosincrasia nacional y costumbres orientales.

En ese mapa y con esas coordenadas podemos tener una hoja de ruta que abrace el futuro sin dejar de reconocer nuestra historia.

Algunos creen que la tradición atrasa. ¡Pobre de ellos! Es mirar el espejo de la identidad nacional y no reconocerse. No saben de lo que se pierden cuando un 25 de agosto se ve desfilar de a caballo a un gurisito de bombacha y botas, con sombrero aludo y golilla celeste, que con un tierno y estruendoso grito proclama “¡viva la Patria!”. Esa es la imagen de la perfecta simbiosis, que se hace carne en un ser que maravillosamente está igualmente cargado de pasado como de futuro.

Es la síntesis cultural que manifiesta historia y esperanza. Que deja en claro, como dice una hermosa canción del folklore rioplatense llamada “El remate” (a mi me gusta la versión de Rufino Mario García): “Sigue dando criollos, muy lindos criollos el tiempo”.

El presidente Lacalle Pou en más de una ocasión ha recurrido a una metáfora, al hablar de la necesidad de avanzar. Recurre a la figura del espejo retrovisor, que uno debe mirar antes de pasar al que va adelante. Y es así, para avanzar debemos tener consciencia de lo que hay detrás de nosotros.

El pasado no nos determina, pero nos forma. Como uruguayos, debemos conocer de dónde venimos para entender nuestro presente y proyectar un futuro. Somos un país enorme con un territorio increíble, que no pude escudarse en su tamaño porque hay muchísimos países más pequeños y que son ejemplo de desarrollo. La enseñanza de nuestro pasado debe ser esa, que la extensión territorial no fue impedimento para ser la Suiza de América en el pasado y no lo será para ser un país moderno inmerso en el mundo global en el futuro. Esa es la enseñanza desde los ecos de la historia.

Uruguay es un país con una población rural del 4% y un 96 % de población urbana. Se redujo desde el último censo. Ahí tenemos un dato que a quienes creemos que en el campo hay oportunidades nos debe interpelar. El campo del 2023 debe llamar a una nueva ruralidad, moderna, integrada, cercana, que sea fusión de tradición y futuro. Una campaña despoblada es un Uruguay que no tiene capacidad de reconocerse al espejo y que no es capaz de captar su identidad.

El tradicionalismo debe ser el motor que nos empuje a ser una nueva y mejor versión de nosotros mismos. Un país rodeado de gigantes que se mantuvo a flote a lo largo de los siglos evidentemente tiene una enorme resiliencia y una capacidad de adaptación inquebrantable. Bueno, estribemos ahí para afirmarnos en una oportunidad hacia un desarrollo impostergable.

Tradicionalismo son nuestras costumbres, nuestro folklore, nuestras fiestas populares, nuestras fechas patrias. Es una vuelta de honor en una criolla, es ese saludo a los corredores de la vuelta ciclista, es ese pericón en la escuela, es ese baile del interior que se abraza a la música de nuestro país, es ese niño o esa doña que se arregla para ir al desfile de caballería en esa fiesta patria. Es el veterano que a pesar de sus años sigue plantando papas, es el guasquero de manos curtidas que con habilidad hace sobrevivir un antiguo oficio lleno de arte y belleza, o es el joven guasquero que toma el legado aprendiéndolo desde un tutorial de Youtube. Encarga sus herramientas por internet y se las envían desde el otro lado del mundo. Es esa cantidad de personajes, llenos de identidad, con contradicciones que en realidad son complementos.

Somos nosotros, somos todos, incluso los que no se reconocen o no lo reconocen. Y son ellos también porque la tradición sí los reconoce aunque no sea recíproco. En un mundo que es cada vez más global y por ende más confuso, defender la tradición es defender lo nuestro y a nosotros mismos, es dar una batalla por la identidad. Y a la tradición debemos tomarla como un guía y no como un carcelero. Entendámoslo. Como decía Martín Fierro: “Estas cosas y otras muchas medité en mis soledades, sepan que no hay falsedades ni error en estos consejos, es de la boca del viejo de donde salen las verdades”.

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