Laicidad e intolerancia

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En la Facultad de Humanidades se ha producido un episodio que, por sus características, merece una más que seria consideración. Como es notorio, los profesores encargados de un curso de posgrado sobre “Laicidad como problema, su historia y fundamentos” resolvieron postergarlo a raíz del clima de hostilidad y “amedrentamiento” generado por una agrupación estudiantil de corte radical que pretende descalificar al profesor Alberto Spektorowski, por “sionista” y “apologeta del genocidio”. Se trata de un profesor emérito de la Universidad de Tel Aviv, autor de importantes trabajos sobre la materia, de nacionalidad uruguaya e israelí, que vino invitado a participar en actividades académicas tanto en Uruguay como en Argentina.

Como ha dicho, el profesor impugnado es sionista con orgullo. Compartimos ese sentimiento. Sionista es simplemente ser partidario de que el pueblo judío tenga un Estado y en ese sentido lo somos todos quienes hemos defendido ese derecho y más quienes nos hemos formado detrás del liderazgo en el tema del presidente Luis Batlle Berres y sus grandes diplomáticos, los profesores Óscar Secco Ellauri y Enrique Rodríguez Fabregat. Entre los grandes hitos de nuestra diplomacia está la contribución fundamental del Uruguay a la creación de Israel, desde la llamada Comisión de los 11 de Naciones Unidas.

Invocar la condición de “sionista” para descalificarlo es algo así como si en una universidad argentina pretendieran descalificar a un uruguayo por “artiguista”, considerado durante años, para un sector de la historiografía, sinónimo de caudillismo violento y anárquico. Podrá alguien pensar distinto pero discriminarlo, negarle la cátedra universitaria, por defender el derecho a un Estado judío, va más allá de una discrepancia política: es una reaccionaria expresión de intolerancia. Incluso bien podría considerarse un delito a la luz del artículo 147 del Código Penal, en que, a propuesta de nuestro recordado amigo Nahum Bergstein, se condenó la “incitación” al “odio, al desprecio o a cualquier forma de violencia moral o física contra una o más personas en razón del color de su piel, su raza, religión u origen nacional o étnico”.

Nuestro país vivió, en los tiempos de intolerancia que precedieron al golpe de Estado, las “desgremializaciones” de profesores y en la Universidad episodios tan ominosos como la persecución de catedráticos simplemente por ocupar cargos en el gobierno democrático de la época, como fue el caso de nuestro mayor internacionalista, el Dr. Eduardo Jiménez de Aréchaga. Luego, ya en la dictadura, ocurrió lo mismo a la inversa, descalificándose a eminentes profesores como el Dr. Arlas, cuya proscripción llevó entonces a la renuncia a nuestro recordado amigo el Dr. Enrique Tarigo.

En otra dimensión del episodio, nos enfrentamos, justamente, al tema de la laicidad, consustancial a nuestro Estado, que todos los 6 de abril celebramos solemnemente. No concebimos nuestra República sin ese pilar constitutivo, que, a partir de la general libertad de cultos, se fue desarrollando en el siglo XIX. En 1918, la Constitución dispuso que el Estado “no sostiene religión alguna”, garantizando la absoluta libertad de todas y hasta su inmunidad tributaria. No es una laicidad antirreligiosa sino profundamente liberal, respetuosa de todos los credos, al amparo de una absoluta neutralidad del Estado.

En los últimos tiempos, esa laicidad ha debido defenderse no ya de los dogmatismos religiosos sino de los filosóficos o políticos, violatorios de otro principio fundamental: que en los espacios públicos “queda prohibida toda actividad ajena a la función, reputándose ilícita la dirigida a fines de proselitismo de cualquier especie”. Del mismo modo, mirando ahora a la educación, la Constitución establece que su objetivo es “la formación del carácter moral y cívico de los alumnos”, o sea, la que se inspira en los valores constitutivos de la República definidos en nuestra “Carta Magna”. Y la ley asegura la máxima pluralidad, cuando establece que “el docente, en su condición de profesional, es libre de planificar sus cursos realizando una elección responsable, crítica y fundamentada de los temas y actividades educativas, respetando los objetivos y contenidos de los planes y programas de estudio. Asimismo, los educandos tienen la libertad y el derecho a acceder a todas las fuentes de información y de cultura, y el docente el deber de ponerlas a su alcance”.

Desgraciadamente, los viejos radicalismos marxistas en ocasiones reaparecen simplemente reivindicando el derecho a introducir proselitismos políticos en los establecimientos de educación o, como en el caso, llegar a la cultura de la “cancelación”, que hoy sacude a las universidades europeas y norteamericanas. Se instala una idea como dogma y se niega el derecho a opinar diferente. No hay más matices. En estos días, en una contradicción que en nuestro país viene desde ya hace años, la llamada izquierda defiende a ultranza a movimientos como Hamás que por su metodología son terroristas, por su intención de destrucción de Israel antisemitas y por su concepción de la vida arcaicos y reaccionarios. Cuesta entender que hasta movimientos que se consideran feministas, levanten esas banderas cuyo triunfo las condenaría. Lo vemos afuera y lo hemos visto aquí, en nuestras calles.

En todo caso, no debería ser la cuestión. Que un profesor piense como acabamos de exponerlo, no puede ser motivo de descalificación en nuestra Universidad de la República. Mucho menos cuando se trataba, lisa y llanamente, de profundizar, académicamente, en un concepto de laicidad republicana que es un valor sustantivo para el Uruguay.

El episodio no es una simple anécdota. Tampoco es aislado si recordamos el episodio ocurrido con la figura monstruosa de un judío que enarboló públicamente un movimiento feminista. Estamos ante una expresión de intolerancia y racismo, que felizmente las autoridades universitarias han encarado claramente, rechazando la actitud del grupo estudiantil agresivo y abriendo un sumario para esclarecer los hechos. Es muy importante la palabra del rector Arim en la afirmación del ámbito de convivencia de nuestra Universidad.

No es la primera vez que tenemos que salir a defender estos principios. No estamos inmunizados para el brote totalitario. Sin embargo, hay una tradición política uruguaya, una cultura cívica que siempre ha terminado de asfixiarlos. Así será, también, esta vez.

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