Las patentes de las vacunas

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JUAN ANDRÉS RAMÍREZ
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La pandemia en curso ha planteado diversas cuestiones a la sociedad humana.

Entre ellas, sobre todo a partir de una iniciativa del presidente Biden, se puso sobre la mesa el análisis del sistema jurídico de patentes de invención, en particular, en lo que se refiere las vacunas contra el Covid, a su escasez y su costo, y a la posibilidad de fabricarlas libremente, sin consentimiento del inventor.

Desde entonces, surgieron algunas voces como la de Angela Merkel en defensa del sistema jurídico instalado, arguyendo que gracias a la ganancia monopólica que el sistema le asegura a los inventores, es que se obtuvo el exitoso esfuerzo de los laboratorios y, otras voces, como la de Emmanuel Macron, que -además de la de Biden- postulan su excepcional no cumplimiento, en situaciones graves como la actual, ante la necesidad de proteger la vida y salud de miles de millones de seres humanos, incapaces de acceder a las vacunas dados los precios de los laboratorios.

Claro que ninguno ha puesto en tela de juicio el sistema en sí, porque aun los que postulan su suspensión en las actuales circunstancias, sostienen que gracias a la protección de las patentes es que la sociedad universal ha avanzado exponencialmente, en ciencia y tecnología.

La verdad, que esa afirmación se basa en algunas falacias que es necesario desnudar.

La primera es que el avance intelectual de la especie humana se ha realizado a lo largo de miles de años, gracias a que no existía un sistema de patentes que le otorgara al inventor o creador, de cualquier conocimiento nuevo, el derecho a su aprovechamiento exclusivo y de impedir a los demás su utilización.

Si tomamos solo los últimos 20.000 años (doscientos siglos) de la historia del hombre -desde el paleolítico superior- únicamente en los últimos 200 (el 1%), existió algún sistema de patentes. Antes de eso, siempre fue legítimo imitarse mutuamente y compartir generosamente con el prójimo los avances, en cualquier materia.

La segunda es que no es cierto que si no existiera el incentivo de gozar de una patente, para obtener ganancias monopólicas, los humanos más inteligentes no estarían dispuestos a sacrificar su esfuerzo intelectual y tiempo económicamente útil, en estudios largos y costosos.

La verdad, es -felizmente- que a pesar de que, cualitativamente, los campos de actividad en que es posible obtener una patente exclusiva de utilización se han expandido grandemente desde mediados de los años 90, merced a tratados internacionales inducidos y hasta impuestos por los países más desarrollados al resto de las naciones, la mayoría de las actividades con conocimiento científico aplicado, aún hoy, se desarrollan por humanos inteligentes dispuestos a compartir su sapiencia y enorme esfuerzo en estudios e investigación.

Así, en la actual vorágine mundial para combatir el flagelo, se puso de manifiesto que, prácticamente, salvo las vacunas, no hay exclusividad, sino aprovechamiento compartido, de los estudios científicos de todas clases y orígenes nacionales o académicos, de altísima especialización, en biología, microbiología, ingeniería molecular, métodos de diagnóstico clínico y paraclínico, estadística, genética, métodos terapéuticos o quirúrgicos posibles, especialidades médicas aplicadas, recopilación de información útil e intercambio con otros centros de estudios y tratamiento médico y, seguramente, otros muchos más aportes valiosos, como ocurre en Uruguay con el GACH y decenas de científicos de las más diversas áreas.

Lo cierto es que, aun entre los defensores más firmes de la patentabilidad del conocimiento, nunca nadie ha sostenido que la protección exclusiva deba ser perpetua, sino solo temporal, y esto es porque se reconoce que la regla general debe ser la de la solidaridad, siendo la apropiación exclusiva, la excepción.

Por ello, parece que primero debería discutirse cuál es el plazo que se considera razonable y legítimo en la duración de la protección de las patentes, sean de vacunas, medicamentos o cualquier otro invento patentable.

Porque si es universalmente admitido que en el mundo de hoy la velocidad de la innovación científica o tecnológica cada vez más prontamente vuelve obsoleto cualquier invento, no se explica por qué razón es que en las convenciones internacionales, los plazos de las patentes se alargaron de 15 a 20 años -y aún más en algunos TLC- con la posibilidad adicional de lograr una “segunda patente” cuando se desarrolle una mejora en la innovación de la anterior. O peor aún: por qué los inventos en informática -los programas de ordenador- reciben una increíble protección monopólica de 70 años, contados no desde la invención, sino desde la muerte de su autor.

Pero es tan evidente que el derecho a patentar una creación solo es una excepción a la regla general de la historia humana, que aún en los tratados internacionales protectores de las patentes se establecen -a su vez- excepciones a la excepción.

Así, el “Acuerdo Sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio” (Adpic) de la OMC, sancionado en 1994, que regula e impone a los países miembros el sistema aprobado, que aumenta los derechos de patente e incluye imperativamente los medicamentos de uso humano -que en muchas legislaciones nacionales, como la nuestra, no podían ser objeto de patente- contiene normas que excepcionan el régimen, permitiendo a los gobiernos de los Estados Miembros otorgar licencias de fabricación, sin consentimiento del titular de la patente, “en caso de emergencia nacional o de extrema urgencia o en los casos de uso público no comercial”. (Anexo IC del Acuerdo, artículo 31 lit. b).

Por lo tanto, cabe esperar que la experiencia de la lucha contra la actual pandemia, sea la oportunidad para que en el concierto de las naciones se reflexione a propósito, tanto sobre cuál o cuáles deberían ser los plazos de duración de las patentes, como cuáles las excepciones que permitan sobreponerse a situaciones, como la presente, de grave riesgo para los seres humanos.

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