Nadie puede sentirse campeón de la Libertadores en la causa penal abierta a Guillermo Besozzi. Si como cuerpo ciudadano tomásemos altura para la reflexión, sentiríamos que todos tenemos mucho que meditar y aprender de esto que para el exintendente de Soriano y su gente es un drama.
Estremecía ver al ser humano Besozzi preso con tobillera, hablando desde su casa para repetir acongojado que nunca llevó un peso del erario a su bolsillo y mostrando que se siente un preso político. Trasparentaba sinceridad, perplejidad, dolor. Pero los 7 delitos que le imputó la Fiscalía no apuntan al reproche por apropiación. En su conjunto, implican actos administrativos dispuestos con exceso o desviación de poder, es decir, arbitrariedades que la Constitución manda declarar nulos y que el Derecho Administrativo condena desde sus cimientos.
Por lo que hasta ahora se ha sabido, el exintendente y sus colaboradores se dejaron llevar por la molicie normativa y la manga ancha del “esto siempre se hizo así” y el “esto lo hacen todos”. Lo que le pasó a Besozzi es la proyección penal de algo que, desde hace décadas, le viene pasando al país entero: creyó más en la sociología de las costumbres que en el imperio del Derecho como norma de conciencia autoexigente. En otras palabras: Besozzi tropezó en hábitos enquistados, de un Uruguay que silencia y sucucha.
Harvey Cox escribió que hay un solo pecado, que es bajar la guardia. Eso no le ocurrió a Besozzi solo ni sólo a sus colaboradores hoy coformalizados, sino a nosotros todos. En realidad deberíamos escribir que nos viene sucediendo a nos-todos, ya que todos sabemos que, por carencia de lucha de ideas y por baja del umbral de la sensibilidad, en el Uruguay felicitado desde afuera no hemos hecho lo suficiente para imponer en los gobernantes procedimientos que estén a salvo.
No saca buena nota la Fiscalía en disponer vejaciones innecesarias y saca buena nota el Juzgado en hacer tan poco que no puede decirse con propiedad que lo ocurrido sea una decisión de la Justicia. Pero esto, a su vez, no es falla de la titular del Juzgado sino defecto del Código del Proceso Penal, que fue mal parido por una unanimidad parlamentaria que, a la vista de los resultados, merece mala nota.
Tampoco es para aplaudir sino para lamentar que no se haya publicado íntegra la requisitoria fiscal, dejando que las noticias se filtrasen por presas, haciendo que lo escrito por la Fiscal se reemplace por declaraciones e impidiendo que cada ciudadano se forme su propia composición de lugar, como corresponde a toda democracia.
A su vez, nos suenan desajustadas las expresiones de quienes ven en el episodio la mano negra -e indeseable- de una intencionalidad política. Desde luego, es más fácil atribuirle cintillo a un fiscal que a un juez -y esa es una buena razón para deplorar la desinvestidura judicial del señorío sobre la investigación. Pero cualquiera sea la sospecha la esencia de lo que importa no es el móvil de los acusadores sino la verdad o falsedad de lo que se endilga.
Por todo eso, reclamamos que se raspe hasta el hueso y todos reconstruyamos el Derecho desde nosotros mismos, asumiendo que el drama de los involucrados hunde sus raíces en la caída de los sentimientos normativos de la ciudadanía y de la República.
Porque lo que le pasó a Besozzi es una parábola para el país entero.