Los 50 años de un horror

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El martes se cumplirá medio siglo de la aciaga madrugada en que las Fuerzas Armadas irrumpieron en el Palacio Legislativo. En connubio con la cúpula militar, Juan María Bordaberry disolvió las Cámaras traicionando su juramento presidencial de fidelidad a la Constitución.

Esa noche le habló al país. Dijo: “Este paso que hemos tenido que dar no conduce y no va a limitar las libertades ni los derechos de la persona humana”. Fue falso: lo desmintieron los hechos. Más aun, el aserto nació desmentido: horas antes de proferirlo el novel dictador, su Decreto 464/1973 -de abolición del Poder Legislativo- en el art. 3º incluyó este primor: “Prohíbese la divulgación por la prensa oral, escrita o televisada de todo tipo de información, comentario o grabación, que, directa o indirectamente, mencione o se refiera a lo dispuesto por el presente Decreto, atribuyendo propósitos dictatoriales al Poder Ejecutivo.”

En vez de terminar de derrotar a la guerrilla -ya diezmada- ahogándola en libertad, como proponía el insigne Jorge Batlle en su campaña de 1971, y en vez de reforzar la legalidad, como honrosamente sostuvo Jorge Sapelli desde la Vicepresidencia, los cerebros cívico-militares optaron por sumir al país en una noche liberticida cuyas secuelas arrastramos hasta hoy.

De los 50 años corridos desde 1973, los 12 primeros fueron de dictadura y los 38 siguientes fueron de libertad y democracia, pero no fueron suficientes para reconstruirnos la apertura de mente y corazón propia del alma liberal.

La dictadura la emprendió contra el liberalismo, al que hasta tildó de “asesino”. Y en los mismos años, el liberalismo pasó a presentarse como asunto de políticas económicas, reclamándoselo para la circulación de los bienes más que para garantir a las personas y convocar a pensar.

El Uruguay de mediados del siglo pasado tenía recios enfrentamientos pero los resolvía respetando: era realmente liberal. Pero desde 1963 ciertos “intelectuales” legitimaron la “lucha armada” y desencadenaron una cohorte de robos, secuestros y asesinatos.

Fracasado su proyecto, con víctimas de un lado y del otro, la reversión a la paz institucional se hizo con la extrema grandeza de respetar el gobierno de los exterroristas votados por el pueblo, pero, por omisiones doctrinarias, ni eso bastó para impedir que el Uruguay se dividiera en izquierda y derecha, apartándose del modelo policlasista que colorados y blancos edificaron y defendieron desde la Constitución de 1918 hasta nuestros días.

Con una ciudadanía que no ha retomado sus fueros, con elencos partidarios raleados y con el individuo debilitado, hoy nos ataca la despersonalización progresiva de todo. Y se nos instala la contraposición binaria, como si la libertad y la justicia social no pudieran conciliarse en la idealidad, en el Derecho y en la vida.

El martes se cumplirá medio siglo del Golpe tétrico que jamás debió ser. Pero no nos quedemos en la mirada retro. Deploremos que, por no haber amasado la dura experiencia en conceptos claros, tenemos ahora una República poco discurrida, un Uruguay poco pensante y una convivencia escasa de comprensión y amor al prójimo.

El homenaje a todos los que perdieron la vida y a todos los que vieron trastocado su destino por el golpe de Estado deberemos concretarlo en una hondísima reconciliación republicana.

Es lo que merecemos los muchos que sufrimos la dictadura no solo como quiebra del Estado de Derecho sino como tragedia personal, familiar, humana. Y es lo que necesita el Uruguay.

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