Vivimos tiempos en que los parámetros morales (y también los jurídicos), han cambiado y están cambiando. Muchos se niegan a someterse a reglas morales objetivas, considerándolas infundadas y creyendo que les son perjudiciales para su desarrollo personal. Para ellos, lo natural es “lo que yo pienso” o aun, “yo lo siento así”. Y no hay por encima de eso mandato moral alguno.
El eje de esa concepción de vida es la libertad personal: mi libertad. Es a la vez, el motor de la transformación de la noción de “derechos humanos” en “derechos individuales”. Estos hacen abstracción de nociones básicas, como la inserción de mi libertad en un orden de libertades, como la vinculación esencial entre libertad y bien común, como la noción de que no existe un mundo de derechos y otro de obligaciones, sino uno solo, integrado por todo lo anterior.
Este derrapaje moral, viene de muy atrás, con raíces bien distintas a las contemporáneas. Nace en la Grecia clásica, donde los derechos son ontológicamente posteriores a los deberes y estos son políticos antes que personales. Sigue luego, una raíz bíblica, que mantiene la preminencia del deber, pero el foco será el hombre, creado para un telos, un fin. A eso se sumará el estoicismo, con su concepción de la existencia de derechos naturales, parte de un orden creado, orientado todo hacia el bien común de los hombres.
Las reformas protestantes sacudirán los fundamentos religiosos, dando lugar a pensadores que buscan sustituirlos por bases filosóficas. Al comienzo, conservando la noción del Derecho Natural, pero luego, abandonándola por tener “tufillo religioso”.
Soltadas esas amarras, las teorías han recorrido un largo y muy sinuoso camino, sin encontrar dónde aterrizar con firmeza: Iluminismo, Kant, Hume y su escepticismo, el egoísmo racional de Adam Smith, el utilitarismo, la llamada moral marxista, la teoría pura del derecho de Kelsen, el positivismo y llegamos a nuestros días, que navegan moralmente entre el relativismo y el emotivismo.
En eso estamos.
Y aparecieron los menonitas: unos padres que quieren continuar educando a sus hijos en su casa. Basan su derecho en lo que dice la Constitución: “Todo padre o tutor tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros e instituciones que desee.” Presumiblemente, ven reforzado ese derecho por las limitaciones que estipulan los dos primeros incisos de ese artículo, 68: “Queda garantida la libertad de enseñanza. La ley reglamentará la intervención del Estado al solo objeto de mantener la higiene, la moralidad, la seguridad y el orden público.” Como puede apreciarse, las hipótesis de intervención estatal refieren a situaciones en las que puedan verse afectados derechos de terceros.
Pues bien, en el caso que nos ocupa, el Estado sostuvo que la educación impartida por estos padres vulnera derechos de los hijos y esos derechos deben prevalecer sobre los que la Constitución reconoce a los padres, al tiempo de generar para el Estado la obligación de intervenir.
¿Qué está diciendo el Estado uruguayo en este caso?
Pues, que la forma de enseñar, home schooling, no es adecuada a la naturaleza de los menores, por diversos motivos (falta de sociabilización, etc.). Es decir que el Estado uruguayo se pronunció sobre la existencia de un derecho natural. No admite argumentos basados en teorías relativistas o emotivistas. El Estado uruguayo reivindica la existencia de un Derecho Natural, visto como tan obvio, que cancela el derecho de los padres y las limitantes del art. 68.
El razonamiento va aún más lejos: basado en el conocimiento inmediato que se tiene sobre tal derecho natural, el Estado se considera obligado a actuar para preservar ese derecho.
En suma, el Estado uruguayo asume la veracidad del jusnaturalismo.
Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué no corrieron aquí las posturas relativistas o las tesis modernas sobre los derechos individuales? Mi libertad para resolver sobre mis hijos menores. Si puedo resolver ultimarlos cuando los llevo en la barriga, ¿cómo es que no puedo resolver sobre su educación? Si parece obvia la naturaleza social de un menor, ¿cómo puede ser menos obvia la naturaleza que se desarrolla en el vientre materno?
Mirado desde el otro ángulo.
Si el Estado se ve obligado a reivindicar su poder para intervenir y resolver en el caso de los menonitas, eso necesariamente significa que, para él, hay un orden natural en la formación de las personas y que ese orden natural debe ser salvaguardado por el Estado. Ahora, no es esa la moral prevalente en nuestro país.
No son esos los razonamientos que se escuchan cuando, por ejemplo, se sostiene que el sexo, es una cuestión cultural, a ser manejada según yo conciba mi libertad. O que la familia, llamada clásica, no es algo natural: que da lo mismo padres casados, que solteros, monoparentales y del sexo que se prefiera. O que el valor de una ley no está dado por su contenido, bueno o malo, sino por haber sido aprobada cumpliendo los requisitos formales. O que yo tengo el derecho de hacer lo mío, sin tener por qué tomar en cuenta el bien común.
El episodio de la familia menonita sirve para poner en evidencia que nos sale de adentro (cuando estamos mirando situaciones ajenas), el juzgar usando argumentos basados en valores que nos parecen evidentes. Naturales.
Una buena oportunidad para reflexionar si estamos viviendo nuestra moral, la elaboración de nuestras normas, la vida en Democracia, entre otras cosas, según valores fundados o según deseos e ilusiones.