No es que los presidentes no pueden hablar, pero eso sí, cuando hablan no pueden decir lo que quieran; tampoco, y ya en estos nuevos tiempos, pueden salir por las redes a decir y mensajear lo que se les antoje. No lo pueden hacer los militares, en cuyas manos los ciudadanos depositamos las armas de la nación, no lo pueden hacer los jueces a quienes se les da la facultad legal de privarnos de la libertad, les está limitado hacerlo a los directores de las empresas del Estado. Menos lo pueden hacer los presidentes. Con los legisladores hay una mayor elasticidad y hasta se le conceden “fueros” a tales efectos, pero eso porque tienen el control inmediato y el contrapeso de sus propios colegas: en las cámaras están los representantes de todos.
¿La libertad de expresión no rige para los presidentes?; este es el contraargumento cantado: honesto, intencionado o ingenuo. Pero no se trata de eso. Los ciudadanos tienen derecho a hacer y decir todo lo que quieran, salvo aquello que está expresamente prohibido por la ley. Los presidentes no; tienen sí facultades que no las tienen los demás ciudadanos y privilegios (casa, auto, chofer y seguridad personal que se la pagamos entre todos, por ejemplo) pero tienen obligaciones y limitaciones que no las tenemos el resto. Entre estas, la de expresarse como quieran. En casos específicos o extremos está regulado, pero no lo suficiente como debería estarlo: los hechos nos lo confirman cada día. Y máxime con la aparición de nuevas “especies”.
Los presidentes hablan en nombre de la nación, del país, del Estado, de todos nosotros y nos comprometen a todos. Estemos de acuerdo o no. Son las reglas institucionales y a las instituciones hay que defenderlas todos y para empezar los presidentes.
No es lo mismo que un ciudadano o incluso que yo escriba aquí “que todos los argentinos son unos ladrones desde el primero hasta el último” o que “esta vieja (por Cristina K.) es peor que el tuerto (por Néstor)”, a que lo digan el presidente Jorge Batlle o el presidente José Mujica. Aunque haya sido un comentario privado, grabado sin conocimiento, o en una charla entre dos pero, sin saberlo, ante un micrófono abierto. Salvo cuando hablan solos, deben ser medidos siempre.
Abusar de la palabra en los presidentes, es abuso de poder. Pueden equivocarse y explicarlo. Lo grave es que ha habido y hay muchos presidentes que utilizan ese poder, lo manejan y procuran alentar y guiar a sus seguidores, transformados en turbas o ya organizados como grupos de choque fascistas. Para dar algunos nombres:
Fidel, Evo, Correa, los Kirchner, Maduro, Ortega, Bukele, Bolsonaro, Trump, Milei, de la región y de antes y de ahora. Siempre están de moda.
A veces sirve aquello de que el “pez por la boca muere” y que “la soberbia es mala consejera” y es un consuelo. Fijate Milei: esta vez metió la pata. Perdió credibilidad, sin dudas. Está sospechado de bobo o de estafador o de ignorante (adiós al Nobel de Economía). Puede que pase el apuro sin costos mayores -los abrazos y payasadas con un tal Musk y las sonrisas de Trump ayudan-, pero hasta ahí. El virus queda, tiene que ubicarse y cuidarse, ser más institucional y menos soberbio.
Es como el virus de la varicela, lo tenés ahí y un día se te caen las defensas y se transforma en herpes zóster y te deja sin piernas. Como me pasó a mí. Pero no por hablar de más, supongo.