Lo leí en el diario español El País. El comentario de un chef de alta cocina se me quedó grabado: “Los ricos de verdad no van a restaurantes”, afirmaba en la entrevista Aleíx Sarrión, un cocinero notable que se ha esforzado por conocer a fondo los gustos de los multimillonarios. Una de sus conclusiones es que los ricos huyen de la masificación, en busca de una privacidad que, al parecer, les alivia el estrés de sus vidas.
Por aquello de ceñirnos al ámbito culinario, algo de la frase me dejó un regusto áspero: si hay ricos de verdad es que existe su opuesto, aquellos que pretenden serlo, por no hablar de los que simplemente nunca llegarán a dar el salto a ese escalafón social, encaramados en su burbuja de “reservados”; lejos del mundanal ruido de las colas en restaurantes de moda; indiferentes a un menú degustación que promete paraísos de sabores que acercan al ciudadano medio al lujo.
Le he dado vueltas al concepto de “Los ricos de verdad no van a restaurantes”. Me pregunto quién se da por aludido, en lo referente a los supuestos ricos de “mentira” que frecuentan establecimientos con listas de espera de un año y cartas de vino con precios que no son de este mundo. Porque para el rico “de verdad” es una ordinariez burguesa seguir las tendencias que marcan Instagram o TikTok, y en sus comedores particulares con cocinas que parecen industriales trajinan unos chefs silenciosos que manipulan alimentos exquisitos y orgánicos. Quizá, así es como se desestresan de un mal día en la Bolsa, una junta de accionistas que se tuerce, un molesto jet lag o un divorcio millonario. Vaya, por aquello de imaginar las tensiones de un rico de verdad en contraposición a las de uno de mentira. Por no hablar de la clase media, que no cabe ni en una ni en otra de estas ligas.
No conozco a ricos de verdad. O sea, con certificado y renuentes a mezclarse con la plebe. Es a lo que estoy acostumbrada: las salidas con amigos un viernes o sábado en la noche a sitios agradables y con precios razonables. A eso suele aspirar la inmensa clase media antes de llegar a fin de mes, que es cuando el calendario se aprieta. El bullicio de los restaurantes contribuye a aligerar cualquier preocupación por el provenir económico en un hogar medio.
Hace poco, una buena amiga se embarcó en un crucero con toda su familia. Me contó que fue una expedición de una semana a un costo asequible para familias de clase media como la suya. Mi amiga me comentó que, a pesar de que el barco iba muy lleno, es la única manera de que un grupo pueda disfrutar de unos días juntos y visitar ciudades interesantes. Pensé en los cruceros de antaño, que en pasado eran travesías exclusivas para ricos “de verdad” que embarcaban con juegos de maletas de Louis Vuitton y cenaban con trajes de gala. Todo se ha democratizado desde entonces: los viajes en avión, en barco, tours que dan la vuelta al mundo, la experiencia de cenar en la Torre Eiffel. Es cuestión de ahorrar para permitirse un pequeño lujo.
Por más vueltas que le doy a “Los ricos de verdad no van a restaurantes” y los aparentes motivos por los que los evitan, no se me va el regusto agrio. La idea de los “de verdad” versus los “de mentira”. Por no hablar de la clase media, ajena a tanta majadería mientras se olvida del estrés en un restaurante en el que, al fin, pudo reservar mesa.